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El autor de este artículo, Vittorio Messori, es un periodista católico, autor de numerosos libros, entre ellos, Cruzando el umbral de la esperanza, que recoge una larga entrevista con el Papa Juan Pablo II
No soy ni un historiador del arte, ni, por supuesto, un experto en iconos. Pero de lo que sí puedo hablar es de lo que he experimentado cuando, de forma anónima –y me perdonará el cura, don Antonio Tagliaferri–, confundido entre muchos otros, he visitado la iglesia de la Santísima Trinidad, atraído por el gran ciclo pictórico.
Eran años en los que estaba embargado por una sutil tristeza, como una velada nostalgia. ¿Por qué –me preguntaba cuando, por gracia, me encontré, casi de improviso, creyente y cristiano-católico en particular– la arquitectura, la escultura, la pintura aplicada a lo sagrado sólo logra expresar hoy cosas en gran parte mediocres, cuando no miserables? ¿Dónde está hoy aquella inspiración que durante siglos ha llevado a crear testimonios capaces de implicar la mente y el corazón, en una profunda emoción que en la Belleza lleva, silenciosamente, a contemplar también la Verdad?
Siempre me he contestado que, en la base de todo, debía haber una crisis de fe: aquella mirada racionalista que sabe analizar la realidad, seccionándola hasta en sus partículas más profundas, pero de la que desaparece el Misterio que la penetra y circunda. Así que, para decirlo con Miguel Ángel, que ciertamente lo entendió muy bien: «No basta con ser un maestro lleno de ciencia e intuición para crear la imagen venerable de nuestro Señor; creo que es necesario que el artista lleve una vida cristiana y hasta santa, para que el soplo del Espíritu lo alcance».
No me asombra, pues, que Kiko Argüello –pintor de fama ya antes de su conversión, y siempre, después, investigador apasionado de Dios– haya ido a buscar la inspiración allí donde la fidelidad a la Tradición ha mantenido altísimo el concepto y la práctica del arte sacro. En nuestro Occidente, en la Iglesia latina, los iconos desaparecieron, como presencia viva en el culto, desde el siglo XIV. El mundo ortodoxo, en cambio, continúa hasta el presente en el esfuerzo –que es al mismo tiempo artístico, ascético, teológico y espiritual– de producir esta pintura apofática, es decir, que expresa en el símbolo lo inexpresable, confiriéndole así un carácter sacramental que le hace participar de la comunión con Dios. Por esto, los iconos pueden ser considerados como «centros materiales en los que descansa una energía y una virtud divina que se unen en el arte humano» (V. Lossky), dando así vida a un arte sagrado en el pleno sentido del término.
Pero Kiko Argüello no es sólo un pintor: es un hombre a quien el Espíritu Santo ha concedido el carisma de reconducir al seno de la Trinidad a una multitud de hermanos extraviados, a través de aquel Camino que les convierte en humildes catecúmenos, capaces de asombrarse de nuevo escuchando la Buena Noticia, deseosos de adherirse a Cristo en el agua bautismal y de recibir en Pentecostés la plenitud del Espíritu. Así, capaz de comprender bien el valor de la Tradición oriental, de la que ha respetado y asumido todos sus esquemas, Kiko ha sabido, sin embargo, actualizarla valientemente, expresarla y realizarla en un estilo que, en mi opinión, es la síntesis de su búsqueda pictórica y de su búsqueda espiritual.
El ciclo de Piacenza es, ciertamente, de gran relevancia artística y religiosa, y precisamente por ello no carece de importancia que sea también fruto de un trabajo conjunto de un grupo de pintores, sus compañeros de aventura, del Camino Neocatecumenal. Se dice que han trabajado y rezado mucho, que han vivido todo este tiempo en sencillez y austeridad. Nos recuerda aquellas cofradías que dieron lugar a las grandes catedrales medievales, llenas de ciencia, pero también de sabiduría, que es fruto del Espíritu.
Iconos, pues, en una iglesia católica: todo el ciclo de los misterios de la fe y de la salvación, de la Anunciación hasta la Dormición de María. Iconos presentes delante del altar donde se celebra la Eucaristía y los demás sacramentos, que vuelven a actualizar hoy para nosotros aquellos mismos misterios. Un ecumenismo, pues, más en los hechos que en las palabras. Un deseo de que los iconos anuncien, en efecto, el kerygma en su esencialidad, antes y por encima de cada división, de cada –incluso necesaria– confrontación teológica. A través de ellas, se abre de nuevo el Cielo y manifiesta su Misterio de amor, como hace dos mil años en Palestina, para todos los cristianos, sin excepciones ni laceraciones. Y, si lo queremos, nos envuelve, nos introduce en el corazón de este Misterio, en el hogar de la Sagrada Familia, para enseñarnos el secreto de la fe y de la espera en aquel Cristo que, de nuevo, vendrá y que, en el universo, hará nuevas todas las cosas.
Gracias, Kiko y compañeros, por habernos recordado –más bien, hecho tangible– todo esto, con la intuición del arte y el sentido de la fe.
Vittorio Messori
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