Si Kiko dice ven, lo dejo todo
El movimiento nacido entre chabolas es situado por sus críticos en el ala ultraconservadora
JUAN G. BEDOYA Madrid 31 DIC 2012 - 00:04 CET
Lamentaba Erasmo que no bastase el nombre de cristiano, en una época en la que jesuitas, dominicos, franciscanos, bernardos, brigitinos, agustinos y tantos otros monjes competían por lucir mejor y mandar más en la Iglesia romana. “Su ambición no estriba en parecerse a Cristo, sino en no parecerse entre ellos”, les arreó el famoso ilustrado. No han cambiado las cosas, pero sí los protagonistas. Hoy no luce ser monje (o no tanto: monje quiere decir solitario, y se les ha visto demasiado por todas partes), sino que se lleva más pertenecer a alguno de los nuevos movimientos: Opus, Legionarios, Camino Neocatecumenal, Focolares, Comunión y Liberación… En España suman un millón de personas, o casi, y poseen escuelas, universidades, seminarios y hasta obispos. “Difícilmente se entenderá a la Iglesia y al catolicismo contemporáneo sin los nuevos movimientos”, les piropeó el polaco Juan Pablo II. No es oro todo lo que reluce. Los nuevos movimientos, efectivamente, le llenaron estadios al papa Wojtyla, siempre viajero, pero también sembraron desunión y cizaña en parroquias e iglesias de base, adonde llegaron con sus nuevos aires, con sus nuevas liturgias, formando capilla propia, como queriendo comer aparte.
En ese conglomerado de nuevos católicos, los kikos son punto y aparte y los más numerosos, de la mano de un fundador extravagante en el mejor sentido de la palabra, Kiko Argüello. Ni siquiera quieren que se les llame movimiento. Una vez lo hizo en público Juan Pablo II y la cofundadora del Camino, Carmen Hernández, cortó al Papa. “Santo Padre, no somos un movimiento”. Wojtyla aceptó la interrupción y prosiguió. Poco después, volvió con lo del movimiento. Y Carmen: “Que no, Santo Padre, que no somos un movimiento”. Y el Papa: “A ver, Carmen, en el Camino andáis, ¿verdad? Pues si andáis, os movéis; y si os movéis, sois un movimiento”.
Laico, burgués —hijo de abogado, nieto de inglés y con un segundo apellido suizo-alemán, Wirtz—, pintor premiado ya joven, Kiko era un señorito perdido en los vicios cuando se tituló en la Escuela de Bellas Artes de Madrid. Lo cuenta él mismo con el mismo salero con que san Agustín presume en sus Confesiones de haber probado todos los pecados de la carne antes de caerse del caballo para abrazar santidades. “Si Dios no existe, yo estoy muerto”, concluyó una tarde Kiko después de hacerse preguntas. La decisión que tomó entonces pudo convertirlo en cura obrero, y en carne de cárcel, como a su maestro Mariano Gamo, entonces párroco en una de las barriadas de chabolas al sur de Madrid, muy cerca de donde prosperaba otra comunidad revolucionaria, la del padre Llanos en el Pozo del Tío Raimundo.
Kiko vivió él mismo en una chabola de Palomeras Bajas y se curtió de retórica, pero tomó un camino más místico (es un decir), con la fundación, hacia 1964, de la primera comunidad de neocatecúmenos. Hoy son decenas de miles, y Kiko se ha instalado en Roma con todas las bendiciones oficiales. El movimiento nacido entre chabolas es situado ahora por sus críticos, que son legión, en el ala ultraconservadora del catolicismo. Es el riesgo que asume el cardenal Rouco cuando fía al fundador del Camino un protagonismo tan estelar en la jornada de las familias. Ayer, Kiko estuvo sembrado, en su salsa, en medio de su gente. Lo proclamaba uno de sus seguidores, que había acudido con mujer y nueve hijos. “Si Kiko me dice ven, lo dejo todo”.
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