sábado, 7 de mayo de 2011

Y el Tapiz se descubrió por Eusebio Hernández Sola

Fuente del documento: http://81.25.121.230/noticia/731-y-el-tapizse-descubrio-por-eusebio-hernandez-sola LA RAZON





Cuando se le ha declarado beato y se ha descubierto su imagen, ha explotado toda la masa, los sentimientos de todos los fieles. Era el momento deseado por todos. Para mí sería difícil expresar exactamente lo que he sentido: una alegría muy profunda, una sensación de felicidad ya que un amigo ha sido reconocido por la Iglesia como un beato.



Una sábana en tonos crudos ocultaba la imagen del Santo Padre




Una sábana en tonos crudos ocultaba la imagen del Santo Padre - Foto: Efe


Gracias a Dios he vivido numerosos momentos junto a él. Hasta el final. Tuve la fortuna y la gracia extraordinaria de, si él murió el 2 de abril, al día siguiente, después de comer, poder rezar delante de su cuerpo. Había muerto hacía unas horas y allí me coloqué, de rodillas, a menos de dos metros. Fue un acontecimiento único sobre todo cuando fui consciente de su magnitud. Al observar las colas inmensas que se formaron en San Pedro para estar delante de él unos segundos, mientras yo pude hacerlo durante una hora. También tuve la fortuna de participar en la eucaristía de su funeral. Aún recuerdo aquello con emoción, ver toda esa masa inmensa de gente gritando: «¡Santo súbito!». Era una proclama unánime. Todos queríamos lo mismo: que se reconociesen las virtudes de ese gran hombre. Han pasado seis años y aquella demanda ha sido escuchada. En todo ello veo como un hilo conductor maravilloso sobre esta persona excelente, extraordinaria. Un beato.


Lo de hoy ha sido estupendo. Me encontraba en la parte de arriba con los obispos y desde allí he podido observar a toda la gente. La Plaza de San Pedro estaba a rebosar. Se les veía contentos, felices porque estaban con un beato que ha sido amigo de tanta gente, tan cercano. Aún me emociono cuando los jóvenes me dicen: «¡Juan Pablo II es mi Papa!». Ha sido conmovedor escuchar a Benedicto XVI mientras revivía sus vivencias con el Santo Padre. El contacto que tuvo con él. Yo no soy Ratzinger, ni he tenido un trato tan directo, pero, por mi trabajo, coincidí con él en numerosas ocasiones y, por ello, el discurso del Papa me ha hecho recordar esas experiencias. Además, era un hombre tan cercano que, una vez que entró en mi oficina para solucionar unos papeles, me atreví a decirle: «Santo Padre, se casa un hermano mío en poco tiempo y tengo aquí una bendición que, si fuera posible, me gustaría que firmara personalmente». Recuerdo que se acercó a mi mesa, tomo un bolígrafo que había encima y respondió: «Con mucho cariño». Y la firmó.


Era una persona entrañable, afectiva, sumamente cercana y, por eso, junto a él he vivido muchas experiencias que, de alguna forma, he revivido esta mañana. Tantas anécdotas, tantos recuerdos y sobre todo sus acciones. Te entusiasmabas al verle. Era un místico, un hombre que vivía profundamente sus vida interior, su oración. Su trato especial con los jóvenes. Cómo era capaz de llegar a cada uno de ellos, con facilidad. Todo esto es lo que hizo todavía más duro ver su sufrimiento en los últimos días de su vida. Después de disfrutar de su capacidad de oratoria, ver que quedaba reducida a nada fue duro. Pero, incluso en ese momento, supo comunicar. No usaba palabras, sino su propio sufrimiento. Fue su gran testimonio.






Eusebio Hernández Sola es Obispo de Tarazona



domingo, 1 de mayo de 2011

Juan Pablo II, a un milagro de la santidad

Juan Pablo II, a un milagro de la santidad


fuente del articulo:
http://www.blogger.com/v/20110501/sociedad//juan-pablo-milagro-santidad-20110501.html

De niño siempre jugaba de portero. Tenía manos grandes, no se le doblaban las muñecas y, sobre todo, se las arreglaba para caer sin hacerse daño. O no demasiado. Se le disparaba la adrenalina ante el peligro y era valiente. Lo suyo no era meter goles sino salvaguardar la red. La chavalería se lo rifaba, lo mismo polacos que judíos, porque el pequeño Wojtyla ('Lolek' para los amigos) despertaba confianza entre los palos. Así empezó a forjarse un carácter que no rehuía las responsabilidades, más bien todo lo contrario. Le gustaba saber que sus reflejos eran decisivos para mantener el marcador a cero; pocas veces se le escapaban los balones.



Allí, en el pueblecito de Wadowice, muy cerca de la infausta localidad de Oswiecim (más conocida como Auschwitz), vivió hasta los 18 años un hombre que terminaría llamándose el 'atleta de Dios'. Marcó época con pulso firme y mantuvo agarradas las riendas de la Iglesia hasta el final. Costase lo que costase, Wojtyla no tiraba la toalla. Era vigoroso, directo y tenaz. Algo que saltaba a la vista: en cuanto se agarró a la balaustrada del balcón del Vaticano, nada más ser elegido papa el 16 de octubre de 1978, quedó claro que no era italiano. Su estilo se desmarcaba del talante cadencioso, dulce y pelín amanerado de muchos de sus predecesores.



Era eslavo, con pasado proletario -había trabajado en una cantera y en una fábrica de sosa cáustica- y lucía espaldas anchas y musculosas bajo la sotana. Tenía 58 años y se había fogueado como creyente bajo el nazismo y el comunismo. Una vida de película a la que todavía le quedaba mucho metraje. Incluso después de muerto, sigue llamando la atención de mil millones de católicos de los cinco continentes, ya sea por la admiración o rechazo que suscita. Hoy será elevado a los altares en una misa presidida por Benedicto XVI y, a la espera de un millón de peregrinos, muchos romanos están haciendo su agosto.



El 'lobby' del Opus Dei

Se llegan a pedir 400 euros por una noche en hoteles de dos estrellas y, según los vendedores ambulantes, los bolsos con el lema 'I love Giovanni Paolo II' tienen más gancho que los 'pins' de la Fontana de Trevi. Un recuerdo es un recuerdo. La expectación, de nuevo, es máxima: en abril de 2005, con motivo de los funerales de Juan Pablo II, aterrizaron en Roma más de tres millones de personas, así que ahora la Ciudad Eterna se prepara para otra avalancha. Los gritos de 'Santo Subito' ('Santo ya'), que muchos corearon con el cuerpo de Wojtyla todavía caliente, hallaron inmediatamente eco en las paredes graníticas de la Santa Sede.


La maquinaria del Vaticano se puso las pilas y no perdió ni un segundo. En la era de la globalización y las nuevas tecnologías, cuando la secularización campa por sus respetos (incluida la muy católica Polonia) no debía de caer en saco roto tanto entusiasmo y devoción. «Máxime cuando se cuenta con un 'lobby' -el Opus Dei- que mantiene vivo el interés. No perdamos de vista que los procesos de canonización precisan de dinero, tiempo y mucha dedicación. Habrá muchos santos que no llegan a serlo públicamente por falta de ese respaldo. Toda la investigación, gestiones y demás no están al alcance de cualquiera...», aclara un teólogo que conoce bien los métodos que sitúan a los católicos en el disparadero celestial.



Conclusión: a Juan Pablo II se le dispensó de los cinco años habituales entre el fallecimiento y la apertura del proceso de beatificación, al igual que hizo en su día Wojtyla con la Madre Teresa de Calcuta. Acto seguido, la criba del aluvión de milagros que comenzó a atribuirse al papa polaco se hizo con rapidez inusitada. Nada menos que 251 llegaron a manos de la Congregación para la Causa de los Santos, responsable de encauzar las diligencias y dar el visto bueno a los candidatos, ya sean santos o beatos. Unos y otros son dechados de bondad a los que se les presuponen 'virtudes ejercidas con heroísmo', a saber: fe, esperanza, caridad, fortaleza, prudencia, templanza y justicia.



Eso sí, como pueden suponer, se trata de un ránking y «el pontífice que vino del frío», como algunos le denominan con cariño, está destinado a quemar todas las etapas y alcanzar el peldaño más elevado. ¿Cuál es la diferencia más significativa entre los dos escalafones? Muy fácil: viene determinada por los milagros. Al beato se le exige uno y el santo necesita dos para llegar a ser objeto de culto universal, lo mismo en Roma que en Manila o Chicago. Los beatos se tienen que conformar con la adoración local, ya sea donde nació o ejerció su labor. Así pues, los incondicionales de Juan Pablo II tendrán que ir a Italia o Polonia. De momento, claro. Solo hay que esperar un segundo prodigio para que suba de categoría, tan espectacular como el que experimentó Marie Simon-Pierre a los dos meses de morir Wojtyla.



Es una religiosa francesa de la Congregación de las Hermanitas de las Maternidades Católicas -enferma de Párkinson entre 2001 y 2005- que se curó «inexplicablemente» tras mucho rezar e implorar la ayuda de Juan Pablo II. Un día tras otro, rogaba para liberarse de aquel mal, el mismo que amargó los últimos años del papa. Nunca perdió la esperanza y, al final, encontró alivio a sus sufrimientos. ¡Total y absolutamente! Así las cosas, el poder del pontífice resultaba incuestionable: Dios aceptaba su mediación como correa de transmisión de los devotos que piden favores mediante la oración. Un privilegio al alcance de poco más de 6.500 almas que, según la Santa Sede, han entrado por la puerta grande del Paraíso. Ahora bien, son datos del llamado 'martirologio romano', un catálogo oficial que cuenta con el visto bueno de Roma. Lo cual no significa que no haya muchísimas más, anónimas y con una aureola casi tan brillante como la de San Francisco de Asís.



Sea como fuere, en esa lista autorizada de creyentes modélicos hay un poco de todo: simpáticos y huraños, célibes y casados, militares y civiles, carnívoros y vegetarianos, reyes y plebeyos, escritores y analfabetos, niños y adultos... El propio Wojtyla se aplicó a fondo para aportar el máximo de variedad: nombró 482 santos y 1.338 beatos, casi tantos como todos sus antecesores juntos. ¿Con qué finalidad? ¿A qué podía responder esa prisa por elevar a los altares a medio mundo?



Tenía su lógica, que no era otra sino presentar un abanico amplísimo para que los católicos tuvieran dónde elegir y, de esa manera, tenerlo más fácil para cumplir con su vocación más genuina: ¡la santidad! Sí, han leído bien. Todos los bautizados están llamados a lo más alto y, a ojos del Vaticano, no hay más que ponerle empeño.



Otra cosa es que se consiga estar a la altura de una personalidad como Juan Pablo II, que lo mismo perdonaba a Ali Agca por haber intentado asesinarle que desautorizaba al general de la Compañía de Jesús, el español Pedro Arrupe. Los seguidores de Ignacio de Loyola todavía se resienten de aquel golpe de timón que puso en manos de un jesuita conservador las riendas de su orden, allá por 1981, cuando el bilbaíno Arrupe convalecía de una trombosis cerebral. Así quedaba clara la autoridad y desconfianza de la Santa Sede ante el posicionamiento de un sector de la Compañía que luchaba a brazo partido por la causa de los pobres en Latinoamérica. Figuras como Ignacio Ellacuría, Jon Cortina, Javier Ibizate y Jon Sobrino no eran santos de la devoción de Wojtyla.



La Teología de la Liberación siempre le inspiró un rechazo visceral. No comulgaba con la plantilla mental de cuño marxista que señalaba con un dedo acusador a las oligarquías sudamericanas (de tez blanca y misa dominical) como responsables de una estructura económica que llevaba siglos oprimiendo a los más desfavorecidos. La lucha de clases no entraba en la agenda pontificia, y mucho menos el enfrentamiento armado que defendían algunos sacerdotes como el colombiano Camilo Torres. Era un pacifista convencido que no admitía excepciones. Bajo ningún concepto.



¿Un progre en los 60?


Juan Pablo II no dudaba en tachar el capitalismo y la locura consumista «de monstruos de nuestra sociedad» pero, a la hora de combatir la miseria, prefería apostar por el ejemplo de la Madre Teresa de Calcuta. Siempre tuvo una vena espiritualista muy marcada -que alentaba releyendo a Santa Teresa y San Juan de la Cruz- y con los años terminó convirtiéndose en su principal fuente de inspiración. Sobre todo cuando reflexionaba en soledad sobre la 'Nueva Evangelización', su verdadero caballo de batalla, que le permitiría «recristianizar el mundo católico».



Una empresa muy cuesta arriba, para la que no le faltaron apoyos a lo largo de su pontificado: Opus Dei, Camino Neocatecumenal, Legionarios de Cristo, Comunión y Liberación... El ala conservadora de la Iglesia cerró filas a su alrededor y muchos -como la catalana Sefa Amell , autora de 'Insumisas en la Iglesia' (ed. Claret)- lamentan «la marginación de teólogos progresistas muy valiosos, por no hablar de la discriminación que seguimos sufriendo las mujeres y que Wojtyla contribuyó a afianzar».



Y todo eso se le reprocha a un hombre que participó en el Concilio Vaticano II, con poco más de 40 años, y que entonces no dudaba en descolgarse con declaraciones de este cariz: «La Iglesia no tiene por qué aleccionar a los no creyentes. Evitemos todo espíritu moralizador, porque uno de nuestros mayores defectos es aparecer como autoritarios». O bien: «No puede existir diálogo si la Iglesia se coloca por encima del mundo y no en el mundo».



Con estos antecedentes se entiende la reacción tan sumamente efusiva que mostraron, nada más verlo salir al balcón de la plaza San Pedro en octubre de 1978, figuras tan dispares como el democristiano Joaquín Ruiz-Giménez, exembajador en el Vaticano y fundador de Cuadernos para el Diálogo, o el mismísimo embajador de Polonia en España, Eugeniusz Noworyta. Uno y otro celebraban la elección de un hombre de Dios que «comprende el socialismo, sabe muy bien que ha realizado profundas mejoras en la situación tradicionalmente pobre de su pueblo».



Ni se imaginaban que no tardaría en estrechar lazos con el sindicato Solidaridad de Lech Walesa -proporcionando apoyo moral y económico- para socavar las bases del régimen comunista y desencadenar un efecto 'dominó' que se extendería por todos los países de la órbita soviética. Se volcó en cuerpo y alma, igual que en sus tiempos mozos, cuando se estiraba entre los palos y despejaba el balón con los puños. Nunca usó guantes, ni siquiera para evitar que le lastimaran los clavos de los botines que usaban antaño los futbolistas. Ya podían llamarle cariñosamente 'Lolek', pero todos sabían que era un tipo enérgico. Le gustaba ganar.


La madre, enferma del corazón y del riñón, muere cuando el benjamín apenas tiene ocho años. No puede ser testigo de su Primera Comunión. Era una mujer con muy buena voz que solía cantarle tonadas propias de su tierra de origen, Galitzia, en el extremo oriental de Polonia y occidental de Ucrania. Tanto allí como en Wadowice, donde vivía la familia Wojtyla, la población judía era numerosa. Ahí empieza a gestarse la simpatía que sentiría siempre por el pueblo hebreo.



Mientras cursa estudios de Filología polaca en la Universidad Jagelónica de Cracovia, es llamado a filas para cumplir con el servicio militar obligatorio. Atiende toda la instrucción pero no dispara ni un tiro. Un pacifismo al que no renunciará jamás, y mucho menos como cabeza visible del Vaticano.



Cuando en 1967, con tan solo 47 años, fue elegido cardenal se le tenía por un hombre 'abierto en política y moderado en el dogma'. Más tarde, ya como papa, no dudó en hacer gala de un talante que abría brecha. En su primera visita a Polonia, incluyó Auschwitz en el itinerario.



El 13 de mayo, recibió dos disparos en la plaza San Pedro de Roma. El pistolero se llamaba Ali Agca, era turco y tenía 23 años. Las heridas, sobre todo en el estómago, le dejaron secuelas irreversibles. Aun así, perdonó públicamente a su agresor.