Cuando se le ha declarado beato y se ha descubierto su imagen, ha explotado toda la masa, los sentimientos de todos los fieles. Era el momento deseado por todos. Para mí sería difícil expresar exactamente lo que he sentido: una alegría muy profunda, una sensación de felicidad ya que un amigo ha sido reconocido por la Iglesia como un beato.
Una sábana en tonos crudos ocultaba la imagen del Santo Padre - Foto: Efe
Gracias a Dios he vivido numerosos momentos junto a él. Hasta el final. Tuve la fortuna y la gracia extraordinaria de, si él murió el 2 de abril, al día siguiente, después de comer, poder rezar delante de su cuerpo. Había muerto hacía unas horas y allí me coloqué, de rodillas, a menos de dos metros. Fue un acontecimiento único sobre todo cuando fui consciente de su magnitud. Al observar las colas inmensas que se formaron en San Pedro para estar delante de él unos segundos, mientras yo pude hacerlo durante una hora. También tuve la fortuna de participar en la eucaristía de su funeral. Aún recuerdo aquello con emoción, ver toda esa masa inmensa de gente gritando: «¡Santo súbito!». Era una proclama unánime. Todos queríamos lo mismo: que se reconociesen las virtudes de ese gran hombre. Han pasado seis años y aquella demanda ha sido escuchada. En todo ello veo como un hilo conductor maravilloso sobre esta persona excelente, extraordinaria. Un beato.
Lo de hoy ha sido estupendo. Me encontraba en la parte de arriba con los obispos y desde allí he podido observar a toda la gente. La Plaza de San Pedro estaba a rebosar. Se les veía contentos, felices porque estaban con un beato que ha sido amigo de tanta gente, tan cercano. Aún me emociono cuando los jóvenes me dicen: «¡Juan Pablo II es mi Papa!». Ha sido conmovedor escuchar a Benedicto XVI mientras revivía sus vivencias con el Santo Padre. El contacto que tuvo con él. Yo no soy Ratzinger, ni he tenido un trato tan directo, pero, por mi trabajo, coincidí con él en numerosas ocasiones y, por ello, el discurso del Papa me ha hecho recordar esas experiencias. Además, era un hombre tan cercano que, una vez que entró en mi oficina para solucionar unos papeles, me atreví a decirle: «Santo Padre, se casa un hermano mío en poco tiempo y tengo aquí una bendición que, si fuera posible, me gustaría que firmara personalmente». Recuerdo que se acercó a mi mesa, tomo un bolígrafo que había encima y respondió: «Con mucho cariño». Y la firmó.
Era una persona entrañable, afectiva, sumamente cercana y, por eso, junto a él he vivido muchas experiencias que, de alguna forma, he revivido esta mañana. Tantas anécdotas, tantos recuerdos y sobre todo sus acciones. Te entusiasmabas al verle. Era un místico, un hombre que vivía profundamente sus vida interior, su oración. Su trato especial con los jóvenes. Cómo era capaz de llegar a cada uno de ellos, con facilidad. Todo esto es lo que hizo todavía más duro ver su sufrimiento en los últimos días de su vida. Después de disfrutar de su capacidad de oratoria, ver que quedaba reducida a nada fue duro. Pero, incluso en ese momento, supo comunicar. No usaba palabras, sino su propio sufrimiento. Fue su gran testimonio.
Eusebio Hernández Sola es Obispo de Tarazona
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