viernes, 28 de octubre de 2016

Cómo debe ser el entierro cristiano



El Vaticano prohíbe la dispersión de las cenizas de los difuntos o su conservación en el hogar
INFOVATICANA
25 octubre, 2016
La Congregación para la Doctrina de la Fe publica la instrucción Ad resurgendum cum Christo, un nuevo documento sobre la sepultura de los cuerpos y la conservación de las cenizas de los difuntos en caso de cremación.
La Congregación para la Doctrina de la Fe ha presentado la instrucción Ad resurgendum cum Christoun nuevo documento sobre la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación.


La Iglesia recomienda insistentemente que
 los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados, al considerar que la inhumación es, en primer lugar, la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal. Este nuevo documento, aprobado el pasado mes de marzo por el Papa Francisco, explica que la propagación de nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia ha hecho necesario publicar una nueva Instrucción que reafirme las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.
“Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne, y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia”, se afirma en el documento, que añade que la sepultura en los cementerios o lugares sagrados responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos.
Sin embargo, añade que la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar la cremación, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo.
En el documento también se señala que no se permitirán “actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte”, considerada por algunos como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo.
Tampoco estará permitida la conservación de las cenizas en el hogar, salvo en casos de graves y excepcionales circunstancias y con el permiso del Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales. Las cenizas no podrán ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de conservación.
Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no se permitirá la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos.
Asimismo, el documento señala que en el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho.
Lea a continuación la instrucción Ad resurgendum cum Christo: 
1. Para resucitar con Cristo, es necesario morir con Cristo, es necesario «dejar este cuerpo para ir a morar cerca del Señor» (2 Co 5, 8). Con la Instrucción Piam et constantem del 5 de julio de 1963, el entonces Santo Oficio, estableció que «la Iglesia aconseja vivamente la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos», pero agregó que la cremación no es «contraria a ninguna verdad natural o sobrenatural» y que no se les negaran los sacramentos y los funerales a los que habían solicitado ser cremados, siempre que esta opción no obedezca a la «negación de los dogmas cristianos o por odio contra la religión católica y la Iglesia»1. Este cambio de la disciplina eclesiástica ha sido incorporado en el Código de Derecho Canónico (1983) y en el Código de Cánones de las Iglesias Orientales (1990).
Mientras tanto, la práctica de la cremación se ha difundido notablemente en muchos países, pero al mismo tiempo también se han propagado nuevas ideas en desacuerdo con la fe de la Iglesia. Después de haber debidamente escuchado a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, el Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y muchas Conferencias Episcopales y Sínodos de los Obispos de las Iglesias Orientales, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha considerado conveniente la publicación de una nueva Instrucción, con el fin de reafirmar las razones doctrinales y pastorales para la preferencia de la sepultura de los cuerpos y de emanar normas relativas a la conservación de las cenizas en el caso de la cremación.
2. La resurrección de Jesús es la verdad culminante de la fe cristiana, predicada como una parte esencial del Misterio pascual desde los orígenes del cristianismo: «Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce» (1 Co 15,3-5).
Por su muerte y resurrección, Cristo nos libera del pecado y nos da acceso a una nueva vida: «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6,4). Además, el Cristo resucitado es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22).
Si es verdad que Cristo nos resucitará en el último día, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En el Bautismo, de hecho, hemos sido sumergidos en la muerte y resurrección de Cristo y asimilados sacramentalmente a él: «Sepultados con él en el bautismo, con él habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos» (Col 2, 12). Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado (cf. Ef 2, 6).
Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. La visión cristiana de la muerte se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia: «La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma: y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo».2 Por la muerte, el alma se separa del cuerpo, pero en la resurrección Dios devolverá la vida incorruptible a nuestro cuerpo transformado, reuniéndolo con nuestra alma. También en nuestros días, la Iglesia está llamada a anunciar la fe en la resurrección: «La resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos por creer en ella».3
3. Siguiendo la antiquísima tradición cristiana, la Iglesia recomienda insistentemente que los cuerpos de los difuntos sean sepultados en los cementerios u otros lugares sagrados. 4
En la memoria de la muerte, sepultura y resurrección del Señor, misterio a la luz del cual se manifiesta el sentido cristiano de la muerte, 5 la inhumación es en primer lugar la forma más adecuada para expresar la fe y la esperanza en la resurrección corporal. 6
La Iglesia, como madre acompaña al cristiano durante su peregrinación terrena, ofrece al Padre, en Cristo, el hijo de su gracia, y entregará sus restos mortales a la tierra con la esperanza de que resucitará en la gloria.7
Enterrando los cuerpos de los fieles difuntos, la Iglesia confirma su fe en la resurrección de la carne,8 y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano como parte integrante de la persona con la cual el cuerpo comparte la historia.9 No puede permitir, por lo tanto, actitudes y rituales que impliquen conceptos erróneos de la muerte, considerada como anulación definitiva de la persona, o como momento de fusión con la Madre naturaleza o con el universo, o como una etapa en el proceso de re-encarnación, o como la liberación definitiva de la “prisión” del cuerpo.
Además, la sepultura en los cementerios u otros lugares sagrados responde adecuadamente a la compasión y el respeto debido a los cuerpos de los fieles difuntos, que mediante el Bautismo se han convertido en templo del Espíritu Santo y de los cuales, «como herramientas y vasos, se ha servido piadosamente el Espíritu para llevar a cabo muchas obras buenas».10
Tobías el justo es elogiado por los méritos adquiridos ante Dios por haber sepultado a los muertos,11 y la Iglesia considera la sepultura de los muertos como una obra de misericordia corporal.12
Por último, la sepultura de los cuerpos de los fieles difuntos en los cementerios u otros lugares sagrados favorece el recuerdo y la oración por los difuntos por parte de los familiares y de toda la comunidad cristiana, y la veneración de los mártires y santos.
Mediante la sepultura de los cuerpos en los cementerios, en las iglesias o en las áreas a ellos dedicadas, la tradición cristiana ha custodiado la comunión entre los vivos y los muertos, y se ha opuesto a la tendencia a ocultar o privatizar el evento de la muerte y el significado que tiene para los cristianos.
4. Cuando razones de tipo higiénicas, económicas o sociales lleven a optar por la cremación, ésta no debe ser contraria a la voluntad expresa o razonablemente presunta del fiel difunto, la Iglesia no ve razones doctrinales para evitar esta práctica, ya que la cremación del cadáver no toca el alma y no impide a la omnipotencia divina resucitar el cuerpo y por lo tanto no contiene la negación objetiva de la doctrina cristiana sobre la inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo.13
La Iglesia sigue prefiriendo la sepultura de los cuerpos, porque con ella se demuestra un mayor aprecio por los difuntos; sin embargo, la cremación no está prohibida, «a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana».14
En ausencia de razones contrarias a la doctrina cristiana, la Iglesia, después de la celebración de las exequias, acompaña la cremación con especiales indicaciones litúrgicas y pastorales, teniendo un cuidado particular para evitar cualquier tipo de escándalo o indiferencia religiosa.
5. Si por razones legítimas se opta por la cremación del cadáver, las cenizas del difunto, por regla general, deben mantenerse en un lugar sagrado, es decir, en el cementerio o, si es el caso, en una iglesia o en un área especialmente dedicada a tal fin por la autoridad eclesiástica competente.
Desde el principio, los cristianos han deseado que sus difuntos fueran objeto de oraciones y recuerdo de parte de la comunidad cristiana. Sus tumbas se convirtieron en lugares de oración, recuerdo y reflexión. Los fieles difuntos son parte de la Iglesia, que cree en la comunión «de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia».15
La conservación de las cenizas en un lugar sagrado puede ayudar a reducir el riesgo de sustraer a los difuntos de la oración y el recuerdo de los familiares y de la comunidad cristiana. Así, además, se evita la posibilidad de olvido, falta de respeto y malos tratos, que pueden sobrevenir sobre todo una vez pasada la primera generación, así como prácticas inconvenientes o supersticiosas.
6. Por las razones mencionadas anteriormente, no está permitida la conservación de las cenizas en el hogar. Sólo en casos de graves y excepcionales circunstancias, dependiendo de las condiciones culturales de carácter local, el Ordinario, de acuerdo con la Conferencia Episcopal o con el Sínodo de los Obispos de las Iglesias Orientales, puede conceder el permiso para conservar las cenizas en el hogar. Las cenizas, sin embargo, no pueden ser divididas entre los diferentes núcleos familiares y se les debe asegurar respeto y condiciones adecuadas de conservación.
7. Para evitar cualquier malentendido panteísta, naturalista o nihilista, no sea permitida la dispersión de las cenizas en el aire, en la tierra o en el agua o en cualquier otra forma, o la conversión de las cenizas en recuerdos conmemorativos, en piezas de joyería o en otros artículos, teniendo en cuenta que para estas formas de proceder no se pueden invocar razones higiénicas, sociales o económicas que pueden motivar la opción de la cremación.
8. En el caso de que el difunto hubiera dispuesto la cremación y la dispersión de sus cenizas en la naturaleza por razones contrarias a la fe cristiana, se le han de negar las exequias, de acuerdo con la norma del derecho.16
El Sumo Pontífice Francisco, en audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto el 18 de marzo de 2016, ha aprobado la presente Instrucción, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 2 de marzo de 2016, y ha ordenado su publicación.
Roma, de la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, 15 de agosto de 2016, Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.
Gerhard Card. Müller
Prefecto
Luis F. Ladaria, S.I.Arzobispo titular de Thibica
Secretario
____________________
[1] AAS 56 (1964), 822-823.
2 Misal Romano, Prefacio de difuntos, I.
3 Tertuliano, De resurrectione carnis, 1,1: CCL 2, 921.
Cf. CIC, can. 1176, § 3; can. 1205; CCEO, can. 876, § 3; can. 868.
5 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1681.
6 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2300.
7 Cf. 1 Co 15,42-44; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1683.
8 Cf. San Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 3, 5: CSEL 41, 628.
9 Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 14.
10 Cf. San Agustín, De cura pro mortuis gerenda, 3, 5: CSEL 41, 627.
11 Cf. Tb 2, 9; 12, 12.
12 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2300.
13 Cf. Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, Instrucción Piam et constantem (5 de julio de 1963): AAS 56 (1964), 822.
14 CIC, can. 1176, § 3; cf. CCEO, can. 876, § 3.
15 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 962.
16 CIC, can. 1184; CCEO, can. 876, § 3.
[01683-ES.01] [Texto original: Español]

miércoles, 3 de agosto de 2016

La Iglesia rejuvenece.

http://es.radiovaticana.va/news/2016/06/14/carta_congregaci%C3%B3n_doctrina_de_la_fe_aprobada_papa_francisco/1237061

La Iglesia rejuvenece. Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aprobada por el Papa Francisco

http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20160516_iuvenescit-ecclesia_sp.html


El Papa Francisco y los participantes en la Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe - OSS_ROM
14/06/2016 11:45


 
(RV).- Se presentó, en la Oficina de Prensa de la Santa Sede, la CartaIuvenescit Ecclesia – La Iglesia rejuvenece - de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigida a los Obispos de la Iglesia Católica, sobre la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos para la vida y la misión de la Iglesia.
«El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia concedida el día 14 de marzo de 2016 al Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aprobó esta Carta, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación». Así se lee en este documento, que lleva la fecha del 15 de mayo de 2016, Solemnidad de Pentecostés, y la firma del Card. Gerhard Müller y del Arzobispo Luis Ladaria, que son respectivamente el Prefecto y el Secretario del mencionado dicasterio.
En una síntesis, brindada por la Oficina de Prensa de la Santa Sede, se señala que «Los dones jerárquicos y los dones carismáticos son ‘co-esenciales’ para la vida de la Iglesia». Y que éste es el punto central de la Carta Iuvenescit Ecclesia. Subrayando que los dones jerárquicos son los conferidos con el sacramento del Orden (episcopal, presbiteral, diaconal), así como los dones carismáticos son los distribuidos libremente por el Espíritu Santo.
(CdM – RV)
Les ofrecemos la síntesis y el link del documento completo en español
Síntesis
Dones jerárquicos y dones carismáticos  co-esenciales para la vida de la Iglesia
Los dones jerárquicos y los dones carismáticos son "co-esenciales" para la vida de la Iglesia: este es el punto central de Iuvenescit Ecclesia (La Iglesia rejuvenece), publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe. El documento – firmado por el cardenal prefecto Gerhard Ludwig Müller y por el arzobispo secretario Luis F. Ladaria – está dirigido  a los obispos de la Iglesia Católica y se centra "en la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos en la vida y la misión de la Iglesia". Los primeros son los conferidos  con el sacramento del Orden (episcopal, presbiteral, diaconal), mientras los  segundos  son distribuidos  libremente por el Espíritu Santo. La publicación de la Carta – fechada el 15 de mayo de 2016, Solemnidad de Pentecostés – ha sido  ordenada por el Papa Francisco el pasado 14 de marzo, durante la audiencia concedida al cardenal. Müller.
Conexión armoniosa y complementaria, con  obediencia a los Pastores
En particular, la IE se centra en cuestiones teológicas, y no pastorales o prácticas, que se derivan de la relación entre la institución  eclesial y los nuevos movimientos y grupos, insistiendo en la relación armónica y en la complementariedad de los dos sujetos, siempre en el ámbito de una  "participación fecunda y ordenada de  los carismas en la comunión de la Iglesia, que  no les autorice a “substraerse de la obediencia a la jerarquía eclesial “, ni les dé " derecho a un ministerio autónomo". "Dones de  importancia irrenunciable  para la vida y para  la misión de la Iglesia",  los carismas auténticos  deben, por lo tanto, estar encaminados a  "la apertura misionera, a la obediencia necesaria a los pastores y a la inmanencia eclesial".
Ninguna oposición entre  Iglesia institucional e Iglesia de la caridad
De ahí que   su “oposición  o yuxtaposición" con los dones jerárquicos sería un error.  No se debe, efectivamente, oponer  una Iglesia de la "institución”  a una Iglesia de la "caridad", porque en la Iglesia "también las instituciones esenciales son carismáticas," y "los carismas deben institucionalizarse para tener coherencia y continuidad." Así ambas dimensiones "concurren juntas para hacer presente el misterio y la obra salvífica de Cristo en el mundo”.
La dimensión carismática no debe faltar nunca en la Iglesia, pero es necesaria la madurez eclesial
Las nuevas  realidades, por lo tanto, deben alcanzar la "madurez eclesial" que implica su pleno desarrollo  e inserción en la vida de la Iglesia, siempre en comunión con los pastores y atentas a sus indicaciones.  La existencia de nuevas realidades, de hecho - subraya la Carta – llena el corazón de la Iglesia de  "alegría y gratitud”  pero las llama también  a “relacionarse positivamente  con todos los demás dones presentes en la vida eclesial," para “promoverlos con generosidad y acompañarlos con paterna vigilancia " por los pastores para “que todo contribuya  al bien de la Iglesia y  su misión evangelizadora ". "La dimensión carismática - dice el documento - nunca puede faltar en la vida y misión de la Iglesia."

Los criterios para discernir los carismas auténticos
Pero ¿cómo reconocer un auténtico don carismático? La Carta de la Congregación llama al  discernimiento, una tarea que es "propia de la autoridad eclesiástica", de acuerdo con criterios específicos: ser instrumentos de santidad en la Iglesia; compromiso con la  difusión misionera del Evangelio; confesión plena de  la fe católica; testimonio de una comunión activa con toda la Iglesia, acogiendo con leal disponibilidad  sus enseñanzas doctrinales y pastorales; respeto y reconocimiento de los otros componentes carismáticos  en la Iglesia; aceptación humilde de los momentos de prueba en el discernimiento; presencia de  frutos espirituales como la caridad, la alegría, la paz, la humanidad;  mirar a la dimensión social de la evangelización, conscientes  de que "la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad es una necesidad  en una auténtica realidad eclesial".
El reconocimiento jurídico según el Derecho Canónico
Además, la IE indica dos criterios fundamentales a tener en cuenta para el reconocimiento jurídico de las nuevas realidades eclesiales, según las formas establecidas por el Código de Derecho Canónico: el primero es el "respeto por las características carismáticas de cada uno de los grupos eclesiales", evitando  "forzamientos jurídicos  "que" mortifiquen la novedad”. El segundo criterio se refiere al "respeto del régimen eclesial fundamental", favoreciendo "la promoción activa de los dones carismáticos en la vida de la Iglesia", pero evitando  que se  conciban como una realidad paralela, sin una referencia ordenada a los dones jerárquicos.
La relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares es esencial
A continuación, el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe evidencia como  la relación entre dones jerárquicos y carismáticos deba tener en cuenta la "relación esencial y constitutiva entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares." Esto significa que, efectivamente, los carismas se dan a toda la Iglesia, pero que su dinámica "sólo puede realizarse en el servicio a una diócesis concreta." No sólo eso: también representan "una auténtica oportunidad" para vivir y desarrollar la propia vocación cristiana, ya sea el matrimonio, el celibato sacerdotal, o el ministerio ordenado. La vida consagrada también, "se coloca en la dimensión carismática de la Iglesia",  porque su espiritualidad puede convertirse en "un recurso importante" tanto para los fieles laicos como para el presbiterio, ayudando a ambos  a vivir una vocación específica.
Mirar al modelo de María
Por último, la IE nos invita a mirar a María, "Madre de la Iglesia", modelo de “plena docilidad a la acción del  Espíritu Santo" y de "límpida humildad": por su intercesión, se espera que "los carismas distribuidos  abundantemente por el Espíritu Santo entre los fieles sean mansamente acogidos por ellos y den frutos para la vida y misión de la Iglesia y para el bien del mundo ".


CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
Carta Iuvenescit Ecclesia
a los Obispos de la Iglesia Católica
sobre la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos
para la vida y misión de la Iglesia

Introducción

Los dones del Espíritu Santo en la Iglesia en misión
1. La Iglesia rejuvenece (Iuvenescit Ecclesia) por el poder del Evangelio y el Espíritu continuamente la renueva, edificándola y guiándola «con diversos dones jerárquicos y carismáticos»[1]. El Concilio Vaticano II ha subrayado en repetidas ocasiones la maravillosa obra del Espíritu Santo que santifica al Pueblo de Dios, lo guía, lo adorna con virtudes y lo enriquece con gracias especiales para su edificación. Multiforme es la acción del divino Paráclito en la Iglesia, como les gusta resaltar los Padres. Juan Crisóstomo escribe: «Porque —pregunto—, ¿hay alguna de cuantas gracias operan nuestra salvación, que no nos haya sido dispensada a través del Espíritu Santo? Por él somos liberados de la esclavitud, llamados a la libertad, elevados a la adopción, somos — por decirlo así — plasmados de nuevo, y deponemos la pesada y fétida carga de nuestros pecados; gracias al Espíritu Santo vemos los coros de los sacerdotes, tenemos el colegio de los doctores; de esta fuente manan los dones de revelación y las gracias de curar, y todos los demás carismas con que la Iglesia de Dios suele estar adornada emanan de este venero»[2]. Gracias a la vida misma de la Iglesia, a las numerosas intervenciones del Magisterio y la investigación teológica, ha crecido felizmente la consciencia de la acción multiforme del Espíritu Santo en la Iglesia, suscitando así una especial atención a los dones carismáticos, de los cuales, en todo momento, el Pueblo de Dios se ha enriquecido con el desempeño de su misión.
La tarea de comunicar con eficacia el Evangelio es particularmente urgente en nuestro tiempo. El Santo Padre Francisco, en su Exhortación apostólica Evangelii gaudium, recuerda que «si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida»[3]. La llamada a ser Iglesia “en salida”[4] lleva a releer toda la vida cristiana en clave misionera. La tarea de la evangelización concierne a todas las áreas de la Iglesia: la pastoral ordinaria, el anuncio a los que han abandonado la fe cristiana, y en particular a aquellos que nunca han sido alcanzados por el Evangelio de Jesús o que siempre lo han rechazado[5]. En esta tarea indispensable de la nueva evangelización es más necesario que nunca reconocer y apreciar los muchos carismas que pueden despertar y alimentar la vida de fe del Pueblo de Dios.
Los grupos eclesiales multiformes
2. Tanto antes como después del Concilio Vaticano II han surgido numerosos grupos eclesiales que constituyen un gran recurso de renovación para la Iglesia y para la urgente «conversión pastoral y misionera»[6]de toda la vida eclesial. Al valor y riqueza de todas las asociaciones tradicionales, caracterizadas por fines particulares, así como también de los Institutos de vida consagrada, se suman aquellas realidades más recientes que pueden ser descritas como agregaciones de fieles, movimientos eclesiales y nuevas comunidades, sobre los cuales profundiza este documento. Estas no pueden simplemente ser entendidas como un asociarse voluntario de personas con el fin de perseguir un objetivo particular de naturaleza religiosa o social. El carácter de «movimiento» las distingue en el panorama eclesial como realidades fuertemente dinámicas, capaces de despertar particular atracción por el Evangelio y de sugerir una propuesta de vida cristiana tendencialmente global, que toca todos los aspectos de la existencia humana. El agregarse de los fieles con un intenso compartir la existencia, con el fin de aumentar la vida de la fe, la esperanza y la caridad, expresa bien la dinámica eclesial como misterio de comunión para la misión y se manifiesta como un signo de unidad de la Iglesia en Cristo. En este sentido, estos grupos eclesiales, derivados de un carisma compartido, tienden a tener como objetivo «el fin general apostólico de la Iglesia»[7]. En esta perspectiva, los grupos de fieles, movimientos eclesiales y nuevas comunidades proponen formas renovadas de seguimiento de Cristo en los que profundizar la communio cum Deo y la communio fidelium, llevando a los nuevos contextos sociales la atracción del encuentro con el Señor Jesús y la belleza de la existencia cristiana vivida integralmente. En tales realidades se expresa también una forma peculiar de misión y testimonio, tanto para fomentar y desarrollar una aguda conciencia de la propia vocación cristiana como para proponer itinerarios estables de formación cristiana y caminos de perfección evangélica. Estos grupos asociativos, de acuerdo con los diferentes carismas, pueden también expresarse en diferentes estados de vida (fieles laicos, presbíteros y miembros de la vida consagrada), manifestando así la multiforme riqueza de la comunión eclesial. La fuerte capacidad de agregación de estas realidades es una señal importante de que la Iglesia no crece «por proselitismo sino “por atracción”»[8].
Juan Pablo II, dirigiéndose a los representantes de los movimientos y de las nuevas comunidades reconoció en ellos una «respuesta providencial»[9], suscitada por el Espíritu Santo a la necesidad de comunicar de manera convincente el Evangelio en el mundo, teniendo en cuenta los grandes procesos de cambio que se producen lugar a nivel planetario, a menudo marcados por una cultura fuertemente secularizada. Este fermento del Espíritu «ha aportado a la vida de la Iglesia una novedad inesperada, a veces incluso sorprendente»[10]. El mismo Pontífice ha recordado que para todos estos grupos eclesiales se abre el momento de la «madurez eclesial», que implica su pleno desarrollo e inserción «en las Iglesias locales y en las parroquias, permaneciendo siempre en comunión con los pastores y atentos a sus indicaciones»[11]. Estas nuevas realidades, de cuya existencia el corazón de la Iglesia se llena de alegría y gratitud, están llamadas a relacionarse positivamente con todos los demás dones presentes en la vida de la Iglesia.
Propósito de este documento
3. La Congregación para la Doctrina de la Fe con este documento tiene la intención de recordar, en vista de la relación entre «dones jerárquicos y carismáticos», aquellos elementos teológicos y eclesiológicos cuya comprensión puede favorecer una participación fecunda y ordenada de las nuevas agregaciones a la comunión y a la misión de la Iglesia. Para este fin se presentan inicialmente algunos elementos claves, tanto de la doctrina sobre los carismas, como se expresa en el Nuevo Testamento, como la reflexión magisterial sobre estas nuevas realidades. Posteriormente, a partir de algunos principios de orden teológico sistemático, se ofrecen elementos de identidad de los dones jerárquicos y carismáticos, junto con algunos criterios para el discernimiento de los nuevos grupos eclesiales.
I. El carisma de acuerdo con el Nuevo Testamento
Gracia y carisma
4. «Carisma» es la trascripción de la palabra griega chárisma, cuyo uso es frecuente en las Cartas paulinas y también en la primera Carta de Pedro. Tiene el significado general de «don generoso» y en el Nuevo Testamento sólo se utiliza en referencia a los dones divinos. En algunos pasajes, el contexto le da un significado más preciso (cf. Rm 12, 6; 1Co 12, 4. 31;1Pe 4, 10), cuya característica fundamental es la distribución diferenciada de dones[12]. Eso constituye también el sentido que prevalece en las lenguas modernas de las palabras derivadas de este vocablo griego. Cada carisma no es un don concedido a todos (cf. 1Co 12, 30), a diferencia de las gracias fundamentales, como la gracia santificante, o los dones de la fe, la esperanza y la caridad, que son indispensables para cada cristiano. Los carismas son dones especiales que el Espíritu distribuye «como él quiere» (1Co 12, 11). Para dar cuenta de la presencia necesaria de los diferentes carismas en la Iglesia, los dos textos más explícitos (Rm 12, 4-8; 1Co 12, 12-30) usan la comparación con el cuerpo humano: «Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros con diversas funciones, también todos nosotros formamos un solo Cuerpo en Cristo, y en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los otros. Conforme a la gracia que Dios nos ha dado, todos tenemos aptitudes diferentes. El que tiene el don de la profecía, que lo ejerza según la medida de la fe» (Rm 12, 4-6). Entre los miembros del cuerpo, la diversidad no es una anomalía que debe evitarse, por lo contrario es una necesidad benéfica, que hace posible llevar a cabo las diversas funciones vitales. «Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? De hecho, hay muchos miembros, pero el cuerpo es uno solo»(1Co 12, 19-20). Una estrecha relación entre los carismas particulares y la gracia de Dios es afirmada por Pablo en Rm 12, 6 y por Pedro en 1Pe 4, 10[13]. Los carismas son reconocidos como una manifestación de «la multiforme gracia de Dios» (1Pe 4, 10). No son, por lo tanto, simples capacidades humanas. Su origen divino se expresa de diferentes maneras: según algunos textos provienen de Dios (cf. Rm12, 3; 1Co 12, 28; 2Ti 1, 6; 1Pe 4, 10); según Ef 4, 7, provienen de Cristo; según 1Co12, 4-11, del Espíritu. Dado que este pasaje es el más insistente (nombra siete veces al Espíritu), los carismas se presentan generalmente como una «manifestación del Espíritu» (1 Co12, 7). Está claro, sin embargo, que esta atribución no es exclusiva y no contradice las dos anteriores. Los dones de Dios siempre implican todo el horizonte trinitario, como ha sido siempre afirmado por la teología desde sus inicios, tanto en Occidente como en Oriente[14].
Dones otorgados “ad utilitatem” y el primado de la caridad
5. En1 Co12, 7 Pablo declara que «en cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común», porque la mayoría de los dones mencionados por el Apóstol, aunque no todos, tienen directamente una utilidad común. Esta destinación a la edificación de todos ha sido bien entendida, por ejemplo, por San Basilio el Grande, cuando dice: «Y estos dones cada uno los recibe más para los demás que para sí mismo [...]. En la vida ordinaria, es necesario que la fuerza del Espíritu Santo dada a uno se transmita a todos. Quien vive por su cuenta, tal vez puede tener un carisma, pero lo hace inútil conservándolo inactivo, porque lo ha enterrado dentro de sí»[15]. Pablo, sin embargo, no excluye que un carisma pueda ser útil sólo para la persona que lo ha recibido. Tal es el caso de hablar en lenguas, diferente bajo este aspecto, al don de la profecía[16]. Los carismas que tienen utilidad común, sean de palabra («palabra de sabiduría», «palabra de conocimiento», «profecía», «palabra de exhortación») o de acción («ejecución de potencias», «dones del ministerio, de gobierno»), también tienen una utilidad personal, porque su servicio al bien común favorece, en aquellos que los poseen, el progreso en la caridad. Pablo recuerda, a este respecto, que, si falta la caridad, incluso los carismas superiores no ayudan a la persona que los recibe (cf.1 Co13, 1-3). Un pasaje severo del Evangelio de Mateo (Mt7, 22-23) expresa la misma realidad: el ejercicio de los carismas vistosos (profecías, exorcismos, milagros), por desgracia, puede coexistir con la ausencia de una auténtica relación con el Salvador. Como resultado, tanto Pedro como Pablo insisten en la necesidad de orientar todos los carismas a la caridad. Pedro da una regla general: «pongan al servicio de los demás los dones que han recibido, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pe4, 10). Pablo se refiere, en particular, al uso de los carismas en las manifestaciones de la comunidad cristiana y dice, «todo sirva para la edificación común» (1Co14, 26).
La variedad de los carismas
6. En algunos textos nos encontramos con una lista de dones, a veces resumida (cf. 1Pe 4, 10), otras veces más detallada (cf. 1Co12, 8-10.28-30; Rm 12, 6-8). Entre los que se enumeran hay dones excepcionales (de curación, de ejecución de poderes, de variedad de lenguas) y dones ordinarios (enseñanza, servicio, beneficencia), ministerios para la guía de la comunidad (cf. Ef 4, 11) y dones concedidos por la imposición de las manos (cf. 1Ti 4, 14; 2 Ti 1, 6). No siempre está claro si todos estos dones son considerados como «carismas» propiamente dichos. Los dones excepcionales, mencionados repetidamente en 1Co 12-14, de hecho desaparecen en textos posteriores; la lista de Rm 12, 6-8 presenta únicamente carismas menos visibles, que tienen una utilidad constante para la vida de la comunidad cristiana. Ninguna de estas listas pretende ser completa. En otros lugares, por ejemplo, Pablo sugiere que la elección del celibato por amor de Cristo se entiende como fruto de un carisma, así como la del matrimonio (cf.1Co 7, 7, en el contexto de todo el capítulo). Sus ejemplos dependen del grado de desarrollo alcanzado por la Iglesia de la época y que son por lo tanto susceptibles a otras adiciones. La Iglesia, en efecto, siempre crece en el tiempo a través de la acción vivificante del Espíritu.
El buen ejercicio de los carismas en la comunidad eclesial
7. A partir de estos resultados, es evidente que no se da en los textos bíblicos un contraste entre los diferentes carismas, sino más bien una conexión armónica y complementaria. La antítesis entre una Iglesia institucional del tipo judeocristiano y una Iglesia carismática del tipo paulino, afirmada por ciertas interpretaciones eclesiológicas reductivas, no tiene en realidad una base en los textos del Nuevo Testamento. Lejos de situar carismas en un lado y realidades institucionales en otro, o de oponer una Iglesia “de la caridad” a una Iglesia de la “institución”, Pablo recoge en una única lista a los que son portadores de carismas de autoridad y enseñanza, carismas que ayudan en la vida ordinaria de la comunidad y carismas más sensacionales (cf. 1Co 12, 28)[17]. El mismo Pablo describe su ministerio como apóstol como «ministerio del Espíritu»(2 Co3, 8). Se siente investido de la autoridad (exousía), que le dio el Señor (cf. 2Co 10, 8; 13, 10), una autoridad que se extiende también sobre los carismáticos. Tanto él como Pedro dan a los carismáticos instrucciones sobre la manera de ejercitar los carismas. Su actitud es en primer lugar de recepción favorable; se muestran convencidos del origen divino de los carismas; sin embargo, no los consideran como dones que autorizan para substraerse de la obediencia a la jerarquía eclesial o que den derecho a un ministerio autónomo. Pablo es conscientes de los inconvenientes que un ejercicio desordenado de los carismas puede provocar en la comunidad cristiana[18]. El Apóstol entonces interviene con autoridad para establecer reglas precisas para el ejercicio de los carismas «en la Iglesia» (1Co 14, 19,28), es decir, en las reuniones de la comunidad (cf. 1Co 14, 23.26). Limita, por ejemplo, la práctica de la glosolalia[19]. También se dan reglas similares para el don de la profecía (cf. 1Co 14, 29-31)[20].
Dones jerárquicos y carismáticos
8. En resumen, a partir de un examen de los textos bíblicos referentes a los carismas, resulta que el Nuevo Testamento, si bien no ofrece una enseñanza sistemática completa, presenta afirmaciones muy importantes que guían la reflexión y la praxis eclesial. También hay que reconocer que no encontramos un uso unívoco del término “carisma”; sino que más bien debe considerarse una variedad de significados, que la reflexión teológica y el Magisterio ayudan a entender en el contexto de una visión de conjunto del misterio de la Iglesia. En este documento, la atención se centra en el binomio evidenciado en el n. 4 de la Constitución dogmáticaLumen gentium: dones jerárquicos y carismáticos, las relaciones entre ellos aparecen estrechas y articuladas. Tienen el mismo origen y el mismo propósito. Son dones de Dios, del Espíritu Santo, de Cristo, dados para contribuir de diferentes maneras, a la edificación de la Iglesia. Quien ha recibido el don de guiar en la Iglesia también tiene la tarea de vigilar sobre el correcto funcionamiento de los otros carismas, para que todo contribuya al bien de la Iglesia y su misión evangelizadora, sabiendo que es el Espíritu Santo quien distribuye los dones carismáticos en cada uno como quiere (cf. 1Co 12, 11). El mismo Espíritu da a la jerarquía de la Iglesia, la capacidad de discernir los carismas auténticos, para recibirlos con alegría y gratitud, para promoverlos con generosidad y acompañarlos con paterna vigilancia. La historia misma es testimonio de las muchas formas de la acción del Espíritu, por la cual la Iglesia, edificada «sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo»(Ef2, 20), vive su misión en el mundo.
II. La relación entre dones jerárquicos y carismáticos en el Magisterio reciente
El Concilio Vaticano II
9. El surgir de los diferentes carismas nunca ha faltado en el transcurso de la historia secular eclesiástica, sin embargo, sólo recientemente se ha desarrollado una reflexión sistemática sobre ellos. En este sentido, un espacio significativo para la doctrina sobre los carismas se encuentra en el Magisterio de Pío XII en Mystici Corporis[21], mientras que un paso decisivo en la correcta comprensión de la relación entre los diversos dones jerárquicos y carismáticos se realiza con las enseñanzas del Concilio Vaticano II. Los pasajes relevantes en este sentido[22]indican en la vida de la Iglesia, además de la Palabra de Dios escrita y transmitida, de los sacramentos y el ministerio jerárquico ordenado, la presencia de dones, de gracias especiales o carismas dados por el Espíritu entre los fieles de todas las condiciones. El pasaje emblemático en este sentido es el que ofrece la Lumen gentium, 4: «El Espíritu [...] guía la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef  4, 11-12; 1Co 12,4; Ga 5,22)»[23]. De ese modo, la Constitución dogmática Lumen gentium, en la presentación de los dones del mismo Espíritu, destaca, por la distinción entre los diversos dones jerárquicos y carismáticos, su diferencia en la unidad. Significativas son también las afirmaciones de la Lumen gentium 12 sobre la realidad carismática, en el contexto de la participación del Pueblo de Dios en la misión profética de Cristo, en el cual se reconoce cómo el Espíritu Santo «no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes»,sino que «también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co12, 11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia».
Finalmente, se describe su pluralidad y sentido providencial: «estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo»[24].Consideraciones similares se encuentran también en el Decreto conciliar sobre el apostolado de los laicos[25]. El mismo documento señala cómo tales dones no deban ser considerado como opcionales en la vida de la Iglesia; más bien «la recepción de estos carismas, incluso de los más sencillos, procede a cada uno de los creyentes el derecho y la obligación de ejercitarlos para bien de los hombres y edificación de la Iglesia, ya en la Iglesia misma, ya en el mundo, en la libertad del Espíritu Santo»[26].Por lo tanto, los carismas auténticos deben ser considerados como dones de importancia irrenunciable para la vida y para la misión de la Iglesia. Es constante, por último, en la enseñanza conciliar, el reconocimiento del papel esencial de los pastores en el discernimiento de los carismas y en su ejercicio ordenado dentro de la comunión eclesial[27].
El Magisterio post-conciliar
10. En el período que siguió al Concilio Vaticano II, las intervenciones del Magisterio en este sentido se han multiplicado[28]. Para ello ha contribuido la creciente vitalidad de los nuevos movimientos, agrupaciones de fieles y comunidades eclesiales, junto con la necesidad de aclarar la ubicación de la vida consagrada en la Iglesia[29]. Juan Pablo II en su Magisterio ha insistido sobre todo en el principio de co-esencialidad de estos dones: «En varias ocasiones he subrayado que no existe contraste o contraposición en la Iglesia entre la dimensión institucional y la dimensión carismática, de la que los movimientos son una expresión significativa. Ambas son igualmente esenciales para la constitución divina de la Iglesia fundada por Jesús, porque contribuyen a hacer presente el misterio de Cristo y su obra salvífica en el mundo»[30]. El Papa Benedicto XVI, además de confirmar su co-esencialidad, ha profundizado la afirmación de su predecesor, recordando que «en la Iglesia también las instituciones esenciales son carismáticas y, por otra parte, los carismas deben institucionalizarse de un modo u otro para tener coherencia y continuidad. Así ambas dimensiones, suscitadas por el mismo Espíritu Santo para el mismo Cuerpo de Cristo, concurren juntas para hacer presente el misterio y la obra salvífica de Cristo en el mundo»[31]. Los dones jerárquicos y carismáticos están recíprocamente relacionados desde sus orígenes. El Santo Padre Francisco, por último, recordó la «armonía» que el Espíritu crea entre los diferentes dones, y ha convocado a las agregaciones carismáticas a la apertura misionera, a la obediencia necesaria a los pastores[32]y la inmanencia eclesial, ya que «es en el seno de la comunidad donde brotan y florecen los dones con los cuales nos colma el Padre; y es en el seno de la comunidad donde se aprende a reconocerlos como un signo de su amor por todos sus hijos»[33]. En última instancia, es posible reconocer una convergencia del reciente Magisterio eclesial sobre la co-esencialidad entre los dones jerárquicos y carismáticos. Su oposición, así como su yuxtaposición, sería signo de una comprensión errónea o insuficiente de la acción del Espíritu Santo en la vida y misión de la Iglesia.
III. Base teológica de la relación entre dones jerárquicos y carismáticos
Horizonte trinitario y cristológico de los dones del Espíritu Santo
11. Con el fin de comprender las razones subyacentes de las relaciones co-esenciales entre dones jerárquicos y carismáticos es oportuno recordar su fundamento teológico. De hecho, la necesidad de superar cualquier confrontación estéril o extrínseca yuxtaposición entre los dones jerárquicos y carismáticos, se exige por la misma economía de la salvación, que incluye la relación intrínseca entre las misiones del Verbo encarnado y del Espíritu Santo. De hecho, todo don del Padre implica la referencia a la acción conjunta y diferenciada de las misiones divinas: todo don procede del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. El don del Espíritu en la Iglesia está ligado a la misión del Hijo, insuperablemente cumplida en su misterio pascual. Jesús mismo relaciona el cumplimiento de su misión al envío del Espíritu en la comunidad creyente[34]. Por esta razón, el Espíritu Santo no puede de ninguna manera inaugurar una economía diferente a la del Logos divino encarnado, crucificado y resucitado[35]. De hecho, toda la economía sacramental de la Iglesia es la realización pneumatológica de la encarnación: por lo que el Espíritu Santo es considerado por la tradición como el alma de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. La acción de Dios en la historia implica siempre la relación entre el Hijo y el Espíritu Santo, a quien Ireneo de Lyon sugestivamente llama «las dos manos del Padre»[36].En este sentido, todos los dones del Espíritu están en relación con el Verbo hecho carne[37].
El vínculo originario entre los dones jerárquicos, conferidos con la gracia sacramental del Orden, y los dones carismáticos, distribuidos libremente por el Espíritu Santo, tiene su raíz última en la relación entre el Logos divino encarnado y el Espíritu Santo, que es siempre Espíritu del Padre y del Hijo. Para evitar visiones teológicas equívocas que postularían una «Iglesia del Espíritu», separada y distinta de la Iglesia jerárquica-institucional, hay que subrayar cómo las dos misiones divinas se implican entre sí en todo donconcedido a la Iglesia. De hecho, la misión de Jesucristo implica, ya en su interior, la acción del Espíritu. Juan Pablo II, en su encíclica sobre el Espíritu Santo, Dominum et vivificantem, había demostrado la importancia crucial de la acción del Espíritu en la misión del Hijo[38]. Benedicto XVI lo ha profundizado en la Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis, recordando que el Paráclito «que actúa ya en la creación (cf. Gn 1, 2), está plenamente presente en toda la vida del Verbo encarnado». Jesucristo «fue concebido por la Virgen María por obra del Espíritu Santo (cf. Mt 1, 18; Lc 1, 35); al comienzo de su misión pública, a orillas del Jordán, lo ve bajar sobre sí en forma de paloma (cf.Mt3, 16 y par.); en este mismo Espíritu actúa, habla y se llena de gozo (cf. Lc 10, 21), y por Él se ofrece a sí mismo (cf. Hb 9, 14). En los llamados “discursos de despedida” recopilados por Juan, Jesús establece una clara relación entre el don de su vida en el misterio pascual y el don del Espíritu a los suyos (cf.Jn16, 7). Una vez resucitado, llevando en su carne las señales de la pasión, Él infunde el Espíritu (cf. Jn 20, 22), haciendo a los suyos partícipes de su propia misión (cf. Jn 20, 21). Será el Espíritu quien enseñe después a los discípulos todas las cosas y les recuerde todo lo que Cristo ha dicho (cf. Jn 14, 26), porque corresponde a Él, como Espíritu de la verdad (cf. Jn 15, 26), guiarlos hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13). En el relato de los Hechos, el Espíritu desciende sobre los Apóstoles reunidos en oración con María el día de Pentecostés (cf. 2, 1-4), y los anima a la misión de anunciar a todos los pueblos la buena noticia»[39].
La acción del Espíritu Santo en los dones jerárquicos y carismáticos
12. Evidenciar el horizonte trinitario y cristológico de los dones divinos también ilumina la relación entre los dones jerárquicos y carismáticos. De hecho, en los dones jerárquicos, en cuanto están relacionados con el sacramento del Orden, es evidente la relación con la acción salvífica de Cristo, como por ejemplo la institución de la Eucaristía (cf. Lc 22, 19s; 1Co 11, 25), el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 22s), el mandato apostólico con la tarea de evangelizar y bautizar (Mc 16, 15s; Mt 28, 18-20); es igualmente obvio que ningún sacramento puede ser conferido sin la acción del Espíritu Santo[40]. Por otro lado, los dones carismáticos concedidos por el Espíritu, «que sopla donde quiere» (Jn3, 8), y distribuye sus dones «como quiere» (1 Co12, 11), están objetivamente en relación con la nueva vida en Cristo, porque «cada uno en particular» (1 Co12, 27) es un miembro de su Cuerpo. Por lo tanto, la correcta comprensión de los dones carismáticos sucede sólo en referencia a la presencia de Cristo y su servicio; como lo ha afirmado Juan Pablo II, «los verdaderos carismas no pueden menos de tender al encuentro con Cristo en los sacramentos»[41]. Los dones jerárquicos y carismáticos, por lo tanto, aparecen unidos en referencia a la relación intrínseca entre Jesucristo y el Espíritu Santo. El Paráclito es, al mismo tiempo, quién extiende eficazmente, a través de los Sacramentos, la gracia salvadora ofrecida por Cristo muerto y resucitado, y quién otorga los carismas. En la tradición litúrgica de los cristianos de Oriente, y especialmente en la siríaca, el papel del Espíritu Santo, representado por la imagen del fuego, ayuda a dejar esto muy claro. El gran teólogo y poeta San Efrén dice «el fuego de la gracia desciende sobre el pan y allí permanece»[42], indicando no sólo su acción transformadora relacionada con los dones, sino también en lo que respecta a los creyentes que comerán el pan eucarístico. La perspectiva oriental, con la eficacia de sus imágenes, nos ayuda a comprender cómo, acercándonos a la Eucaristía, Cristo nos da el Espíritu. El mismo Espíritu, mediante su acción en los creyentes, alimenta la vida en Cristo, llevándolos de nuevo a una vida sacramental más profunda, especialmente en la Eucaristía. Así, la acción libre de la Santísima Trinidad en la historia llega a los creyentes con el don de la salvación y, al mismo tiempo les motiva para que correspondan libre y plenamente con el compromiso de la propia vida.
IV. La relación entre dones jerárquicos y carismáticos en la vida y misión de la Iglesia
En la Iglesia como misterio de comunión
13. La Iglesia se presenta como «un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»[43], en el que la relación entre los diversos dones jerárquicos y carismáticos parece destinada a la plena participación de los fieles a la comunión y a la misión evangelizadora. A esta nueva vida hemos sido predestinados de forma gratuita en Cristo (Rm8, 29-31;Ef1, 4-5). El Espíritu Santo «efectúa esa admirable unión de los fieles y los congrega tan íntimamente a todos en Cristo, que Él mismo es el principio de la unidad de la Iglesia»[44]Es en la Iglesia, en efecto, que los hombres están llamados a ser miembros de Cristo[45]y es en la comunión eclesial que se unen en Cristo, como miembros unos de otros. La comunión es siempre «una doble participación fundamental: la incorporación de los cristianos en la vida de Cristo, y la circulación de la misma caridad en toda la unión de los fieles, en este mundo y el siguiente. La unión con Cristo y en Cristo; y la unión entre los cristianos, en la Iglesia»[46]. En este sentido, el misterio de la Iglesia brilla «en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano»[47]. Aquí aparece la raíz sacramental de la Iglesia como misterio de comunión: «Se trata fundamentalmente de la comunión con Dios por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo. Esta comunión está presente en la palabra de Dios y en los sacramentos. El Bautismo, en estrecha unión con la Confirmación, es la puerta y el fundamento de la comunión en la Iglesia. La Eucaristía es la fuente y cumbre de toda la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11)»[48]. Estos sacramentos de la iniciación son constitutivos de la vida cristiana y en ellos descansan los dones jerárquicos y carismáticos. La vida de la comunión eclesial, así ordenada internamente, vive en constante escucha de la Palabra de Dios y se nutre de los sacramentos. La misma Palabra de Dios se nos presenta profundamente ligada a los Sacramentos, especialmente la Eucaristía[49], en el único horizonte sacramental de la Revelación. La misma tradición oriental, ve a la Iglesia, como el Cuerpo de Cristo “animado” por el Espíritu Santo, como unidad ordenada, que también se expresa en términos de sus dones. La presencia eficaz del Espíritu en los corazones de los creyentes (cf. Rm 5, 5) es la raíz de esta unidad, incluso para las manifestaciones carismáticas[50]. Los carismas dados a la persona, de hecho, pertenecen a la misma Iglesia y están destinados a una vida eclesial más intensa. Esta perspectiva también aparece en los escritos del Beato John Henry Newman: «De modo que el corazón de cada cristiano debe representar en miniatura la Iglesia Católica, por un mismo Espíritu hace toda la Iglesia y hace de cada uno de sus miembros su Templo»[51]. Esto hace que sea aún más evidente el por qué no son legítimas ni las oposiciones ni las yuxtaposiciones entre dones jerárquicos y carismáticos.
En resumen, la relación entre los dones carismáticos y la estructura sacramental eclesial confirma la co-esencialidad entre los dones jerárquicos – en sí mismos estables, permanentes e irrevocables – y los dones carismáticos. Aunque estos últimos, como tales, no sean garantizados para siempre en sus formas históricas[52], la dimensión carismática nunca puede faltar en la vida y misión de la Iglesia.
Identidad de los dones jerárquicos
14. En orden a la santificación de cada miembro del Pueblo de Dios y a la misión de la Iglesia en el mundo, entre diferentes dones, «resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos»[53]. Jesucristo mismo ha querido que hubieran dones jerárquicos para garantizar la contemporaneidad de su única mediación salvífica: «los Apóstoles fueron enriquecidos por Cristo con una efusión especial del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos (cf. Hch 1, 8; 2,4; Jn 20, 22-23), y ellos, a su vez, por la imposición de las manos, transmitieron a sus colaboradores este don espiritual (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6-7)»[54]. Por lo tanto, la dispensación de los dones jerárquicos se remonta a la plenitud del sacramento del Orden, dada por la Ordenación episcopal, que se comunica «junto con el oficio de santificar, confiere también los oficios de enseñar y de regir, los cuales, sin embargo, por su misma naturaleza, no pueden ejercerse sino en comunión jerárquica con la Cabeza y los miembros del Colegio»[55]. En consecuencia, «en la persona, pues, de los Obispos, a quienes asisten los Presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles […] a través de su servicio eximio, predica la Palabra de Dios a todas las gentes y administra continuamente los sacramentos de la fe a los creyentes, y por medio de su oficio paternal (cf. 1 Co4, 15) va congregando nuevos miembros a su Cuerpo con regeneración sobrenatural; finalmente, por medio de su sabiduría y prudencia dirige y ordena al Pueblo del Nuevo Testamento en su peregrinar hacia la eterna felicidad»[56]. Incluso la tradición cristiana oriental, tan fuertemente ligada a los Padres, lee todo en su peculiar concepción de la taxis. Según San Basilio el Grande, está claro que la organización de la Iglesia es obra del Espíritu Santo, y el mismo orden en el que Pablo enumera los carismas (cf. 1 Co12, 28) «está de acuerdo con la distribución de los dones del Espíritu»[57], indicando como primero el de los Apóstoles. A partir de la referencia a la Ordenación episcopal se comprenden también los otros dones jerárquicos en referencia a los otros grados del Orden; ante todo el de los Presbíteros, que son ordenados «para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino» y «bajo la autoridad del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos encomendada», y a su vez se convierten en «modelos de la grey (cf. 1 Pe 5, 3), gobiernan y sirven a su comunidad local»[58]. Para los Obispos y Presbíteros, en el sacramento del Orden, la unción sacerdotal «los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza»[59]. A eso hay que añadir los dones concedidos a los Diáconos «sobre los cuales se han impuesto las manos no para el sacerdocio sino para el ministerio»; y que «confortados con la gracia sacramental, en el ministerio de la liturgia, de la predicación y de la caridad sirven al Pueblo de Dios, en comunión con el Obispo y su presbiterio»[60]. En resumen, los dones jerárquicos propios del sacramento del Orden, en sus diversos grados, se dan para que en la Iglesia, como comunión, no le falte nunca a ningún fiel la oferta objetiva de la gracia en los Sacramentos, el anuncio normativo de la Palabra de Dios y la cura pastoral.
La identidad de los dones carismáticos
15. Si desde el ejercicio de los dones jerárquicos está asegurada, a lo largo de la historia, la oferta de la gracia de Cristo en favor de todo el Pueblo de Dios, todos los fieles están llamados a acogerla y responder personalmente a ella en las circunstancias concretas de su vida. Los dones carismáticos, por lo tanto, se distribuyen libremente por el Espíritu Santo, para que la gracia sacramental lleve sus frutos a la vida cristiana de diferentes maneras y en todos sus niveles. Dado que estos carismas «tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia»[61]a través de su riqueza y variedad, el Pueblo de Dios puede vivir en plenitud la misión evangelizadora, escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio[62]. Los dones carismáticos, de hecho, mueven a los fieles a responder libremente y de manera adecuada al mismo tiempo, al don de la salvación, haciéndose a sí mismos un don de amor para otros y un auténtico testimonio del Evangelio para todos los hombres.
Los dones carismáticos compartidos
16. En este contexto, es útil recordar lo diferentes que pueden ser los dones carismáticos entre sí, no sólo a causa de sus características específicas, sino también por su extensión en la comunión eclesial. Los dones carismáticos «se conceden a la persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una particular afinidad espiritual entre las personas»[63]. La relación entre el carácter personal del carisma y la posibilidad de participar en él expresa un elemento decisivo de su dinámica, en lo que se refiere a la relación que en la comunión eclesial siempre une a la persona y la comunidad[64]. Los dones carismáticos en su práctica pueden generar afinidad, proximidad y parentescos espirituales a través de los cuales el patrimonio carismático, a partir de la persona del fundador, es participado y profundizado, creando verdaderas familias espirituales. Los grupos eclesiales, en sus diversas formas, aparecen como dones carismáticos compartidos. Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades muestran cómo un carisma original en particular puede agregar a los fieles y ayudarles a vivir plenamente su vocación cristiana y el propio estado de vida al servicio de la misión de la Iglesia. Las formas concretas e históricas de este intercambio se pueden diferenciar en sí; esta es la causa por la que un carisma original, fundacional, se pueden dar, como nos enseña la historia de la espiritualidad, diversas fundaciones.
El reconocimiento por parte de la autoridad eclesiástica
17. Entre los dones carismáticos, distribuidos libremente por el Espíritu, hay muchos recibidos y vividos por la persona dentro de la comunidad cristiana que no requieren de regulaciones especiales. Cuando un don carismático, sin embargo, se presenta como «carisma originario» o «fundamental», entonces necesita un reconocimiento específico, para que esa riqueza se articule de manera adecuada en la comunión eclesial y se transmita fielmente a lo largo del tiempo. Aquí surge la tarea decisiva del discernimiento que es propio de la autoridad eclesiástica[65]. Reconocer la autenticidad del carisma no es siempre una tarea fácil, pero es un servicio debido que los pastores tienen que efectuar. Los fieles, de hecho, «tienen derecho a que sus pastores les señalen la autenticidad de los carismas y el crédito que merecen los que afirman poseerlos»[66]. La autoridad debe, a tal efecto, ser consciente de la espontaneidad real de los carismas suscitados por el Espíritu Santo, valorándolos de acuerdo con la regla de la fe en vista de la edificación de la Iglesia[67]. Es un proceso que continúa en el tiempo y que requiere medidas adecuadas para su autenticación, que pasa a través de un serio discernimiento hasta el reconocimiento de su autenticidad. La agregación que surge de un carisma debe tener apropiadamente un tiempo de prueba y de sedimentación, que vaya más allá del entusiasmo de los inicios hacia una configuración estable. A lo largo del itinerario de verificación, la autoridad de la Iglesia debe acompañar con benevolencia las nuevas realidades de agregación. Es un acompañamiento por parte de los Pastores que nunca ha de fallar, ya que nunca debe faltar la paternidad de quienes en la Iglesia están llamados a ser los vicarios de Aquel que es el Buen Pastor, cuyo amor solícito nunca deja de acompañar a su rebaño.
Criterios para el discernimiento de los dones carismáticos
18. Aquí pueden ser recordados una serie de criterios para el discernimiento de los dones carismáticos en referencia a los grupos eclesiales que el Magisterio de la Iglesia ha mostrado a lo largo de los últimos años. Estos criterios tienen por objeto contribuir al reconocimiento de una auténtica eclesialidad de los carismas.
a) El primado de la vocación de todo cristiano a la santidad. Toda realidad que proviene de la participación de un auténtico carisma debe ser siempre instrumentos de santidad en la Iglesia y, por lo tanto, de aumento de la caridad y del esfuerzo genuino por la perfección del amor[68].
b) El compromiso con la difusión misionera del Evangelio. Las auténticas realidades carismáticas «son regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador»[69]. De tal forma que, ellos deben realizar «la conformidad y la participación en el fin apostólico de la Iglesia», manifestando un «decidido ímpetu misionero que les lleve a ser, cada vez más, sujetos de una nueva evangelización»[70].
c) La confesión de la fe católica. Cada realidad carismática debe ser un lugar de educación en la fe en su totalidad, «acogiendo y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente»[71]; por lo tanto, se debe evitar aventurarse «más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial», como dice Juan en su segunda carta. De hecho, si «no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 9)»[72].
d) El testimonio de una comunión activa con toda la Iglesia. Esto lleva a una «filial relación con el Papa, centro perpetuo y visible de unidad en la Iglesia universal, y con el Obispo “principio y fundamento visible de unidad” en la Iglesia particular»[73]. Esto implica la «leal disponibilidad para acoger sus enseñanzas doctrinales y sus orientaciones pastorales»[74], así como «la disponibilidad a participar en los programas y actividades de la Iglesia sea a nivel local, sea a nivel nacional o internacional; el empeño catequético y la capacidad pedagógica para formar a los cristianos»[75].
e) El respeto y el reconocimiento de la complementariedad mutua de los otros componentes en la Iglesia carismática. De aquí deriva también una disponibilidad a la cooperación mutua[76]. De hecho, «un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma»[77].
f)La aceptación de los momentos de prueba en el discernimiento de los carismas. Dado que el don carismático puede poseer «una cierta carga de genuina novedad en la vida espiritual de la Iglesia, así como de peculiar efectividad, que puede resultar tal vez incómoda», un criterio de autenticidad se manifiesta en «la humildad en sobrellevar los contratiempos. La exacta ecuación entre carisma genuino, perspectiva de novedad y sufrimiento interior, supone una conexión constante entre carisma y cruz»[78]. El nacimiento de eventuales tensiones exige de parte de todos la praxis de una caridad más grande, con vistas a una comunión y a una unidad eclesial siempre más profunda.
g) La presencia de frutos espirituales como la caridad, la alegría, la humanidad y la paz (cf. Ga 5, 22); el «vivir todavía con más intensidad la vida de la Iglesia»[79], un celo más intenso para «escuchar y meditar la Palabra»[80]; «el renovado gusto por la oración, la contemplación, la vida litúrgica y sacramental; el estímulo para que florezcan vocaciones al matrimonio cristiano, al sacerdocio ministerial y a la vida consagrada»[81].
h) La dimensión social de la evangelización. También se debe reconocer que, gracias al impulso de la caridad, «el kerygma tiene un contenido ineludiblemente social: en el corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso con los otros»[82]. En este criterio de discernimiento, referido no sólo a los grupos de laicos en la Iglesia, se hace hincapié en la necesidad de ser «corrientes vivas de participación y de solidaridad, para crear unas condiciones más justas y fraternas en la sociedad»[83]. Son significativos, en este sentido, «el impulsar a una presencia cristiana en los diversos ambientes de la vida social, y el crear y animar obras caritativas, culturales y espirituales; el espíritu de desprendimiento y de pobreza evangélica que lleva a desarrollar una generosa caridad para con todos»[84]. Decisiva es también la referencia a la Doctrina Social de la Iglesia[85]. En particular, «de nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de los más abandonados de la sociedad»[86], que es una necesidad en una auténtica realidad eclesial.
V. Práctica eclesial de la relación entre dones jerárquicos y dones carismáticos
19. Es necesario afrontar, por último, algunos elementos de la práctica concreta eclesial acerca de la relación entre dones jerárquicos y carismáticos que se configuran como agregaciones carismáticas dentro de la comunión eclesial.
Recíproca referencia
20. En primer lugar, la práctica de la buena relación entre los diferentes dones en la Iglesia requiere la inserción activa de la realidad carismática en la vida pastoral de las Iglesias particulares. Esto implica, en primer lugar, que las diferentes agregaciones reconozcan la autoridad de los pastores en la Iglesia como realidad interna de su propia vida cristiana, anhelando sinceramente ser reconocidas, aceptadas y eventualmente purificadas, poniéndose al servicio de la misión eclesial. Por otro lado, a los que se les han conferido los dones jerárquicos, efectuando el discernimiento y acompañamiento de los carismas, deben recibir cordialmente lo que el Espíritu inspira al interno de la comunión eclesial, tomando en consideración la acción pastoral y valorando su contribución como un recurso auténtico para el bien de todos.
Lo dones carismáticos en la Iglesia universal y particular
21. Con respecto a la difusión y peculiaridades de las realidades carismática se tendrá que tener en cuenta la relación esencial y constitutiva entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares. Es necesario en este sentido reiterar que la Iglesia de Cristo, como profesamos en el Credo de los Apóstoles, «es la Iglesia universal, es decir, la universal comunidad de los discípulos del Señor, que se hace presente y operativa en la particularidad y diversidad de personas, grupos, tiempos y lugares»[87]. La dimensión particular es, por lo tanto, intrínseca a la universal y viceversa; hay de hecho entre las Iglesias particulares y la Iglesia universal una relación de «mutua interioridad»[88]. Los dones jerárquicos propios del sucesor de Pedro se ejercen, en este contexto, para garantizar y favorecer la inmanencia de la Iglesia universal en las Iglesias locales; como de hecho el oficio apostólico de los obispos individuales no se circunscribe a su propia diócesis, sino que está llamado a refluir de nuevo en toda la Iglesia, también a través de la colegialidad afectiva y efectiva y, especialmente, a través de la comunión con el centro unitatis Ecclesiae, que es el Romano Pontífice. Él, de hecho, como «sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles. Por su parte, los Obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica»[89]. Esto implica que en cada Iglesia particular «verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica»[90]. Por lo tanto, la referencia a la autoridad del Sucesor de Pedro –cum Petro et sub Petro– es constitutiva de cada Iglesia local[91].
De esa forma, se sientan las bases para correlacionar dones jerárquicos y carismáticos en la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares. De hecho, por un lado, los dones carismáticos se dan a toda la Iglesia; por el otro, la dinámica de estos dones sólo puede realizarse en el servicio en una diócesis concreta, que «es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio»[92]. En este sentido, puede ser útil recordar el caso de la vida consagrada; que de hecho, no es una realidad externa o independiente de la Iglesia local, sino que constituye una forma peculiar, marcada por la radicalidad del Evangelio, de estar presente en su interior, con sus dones específicos. La institución tradicional de la “exención”, ligado a no pocos institutos de vida consagrada,[93]tiene como significado, no una supra-localización desencarnada o una autonomía mal entendida, sino más bien una interacción más profunda entre la dimensión particular y universal de la Iglesia[94]. Del mismo modo, las nuevas realidades carismáticas, cuando poseen carácter supra diocesano, no deben ser concebidas de manera totalmente autónoma respecto a la Iglesia particular; más bien la deben enriquecer y servir en virtud de sus características compartidas más allá de los límites de una diócesis individual.
Los dones carismáticos y los estados de vida del cristiano
22. Los dones carismáticos concedidos por el Espíritu Santo puede estar relacionado con todo el orden de la comunión eclesial, tanto en referencia a los Sacramentos que a la Palabra de Dios. Ellos, de acuerdo con sus diferentes características, permiten dar mucho fruto en el desempeño de las tareas que emanan del Bautismo, la Confirmación, el Matrimonio y el Orden, así como hacen posible una mayor comprensión espiritual de la divina Tradición; la cual, además del estudio y la predicación de aquellos a quienes se les ha conferido el charisma veritatis certum[95], puede ser profundizada «por la percepción íntima que experimentan de las cosas espirituales»[96]. En esta perspectiva, es útil hacer una lista de los argumentos fundamentales acerca de las relaciones entre dones carismáticos y los diferentes estados de vida, con especial referencia al sacerdocio común del Pueblo de Dios y al sacerdocio ministerial o jerárquico, que «aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo»[97]. De hecho, se trata de «dos modos de participación en el único sacerdocio de Cristo, en el que hay dos dimensiones que se unen en el acto supremo del sacrificio de la cruz»[98].
a) En primer lugar, es necesario reconocer la bondad de los diferentes carismas que originan agregaciones eclesiales entre los fieles, llamados a fructificar la gracia sacramental, bajo la guía de los pastores legítimos. Ellos representan una auténtica oportunidad para vivir y desarrollar la propia vocación cristiana[99]. Estos dones carismáticos permiten a los fieles vivir en la vida diaria del sacerdocio común del Pueblo de Dios: como «discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch2, 42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm12, 1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf.1 Pe 3, 15)»[100]. En esta línea se colocan también los grupos eclesiales que son particularmente importantes para la vida cristiana en el matrimonio, que pueden válidamente «instruir a los jóvenes y a los cónyuges mismos, principalmente a los recién casados, en la doctrina y en la acción y en formarlos para la vida familiar, social y apostólica»[101].
b) También el ministro ordenado podrá encontrar en la participación a una realidad carismática, tanto la referencia al significado de su bautismo, por medio del cual ha sido hecho hijo de Dios, como su vocación y misión específica. Un fiel ordenado podrá encontrar en una determinada agregación eclesial fuerza y ayuda para vivir plenamente cuanto se requiere de su ministerio específico, tanto en relación a todo el Pueblo de Dios, y en particular a la porción que se le confía, así como a la obediencia sincera que le debe a su propio Ordinario[102]. Lo mismo se aplica también en el caso de los candidatos al sacerdocio que provengan de una cierta agregación eclesial, como lo afirma la Exhortación post-sinodal Pastores dabo vobis[103]; esa relación debe expresarse en su docilidad eficaz a su propia formación específica, llevando la riqueza derivada del carisma de referencia. Por último, la ayuda pastoral que el sacerdote podrá ofrecer a la agregación eclesial, de acuerdo con las características del mismo movimiento, podrá tener lugar observando el regimen previsto en la comunión eclesial para el Orden sagrado, en referencia a la incardinación[104]y a la obediencia debida a su Ordinario[105].
c) La contribución de un don carismático al sacerdocio bautismal y el sacerdocio ministerial se expresa simbólicamente por la vida consagrada; que, como tal, se coloca en la dimensión carismática de la Iglesia[106]. Tal carisma, que realiza la «especial conformación con Cristo virgen, pobre y obediente»[107]como una forma estable de vida[108]a través de la profesión de los consejos evangélicos, es otorgado «para traer de la gracia bautismal fruto copioso»[109]. La espiritualidad de los Institutos de vida consagrada puede llegar a ser tanto para los fieles laicos como para el sacerdote un recurso importante para vivir su vocación. Por otra parte, no pocas veces, los miembros de la vida consagrada, con el consentimiento necesario de sus superiores[110], pueden encontrar en la relación con las nuevas agregaciones un importante sostén para vivir su vocación específica y ofrecer, a su vez, un «testimonio gozoso, fiel y carismático de la vida consagrada», permitiendo así un «recíproco enriquecimiento»[111].
d) Por último, es importante que el espíritu de los consejos evangélicos sea recomendado por el Magisterio también a cada ministro ordenado[112]. El celibato, requerido a los presbíteros en la venerable tradición latina[113], está también claramente en la línea del don carismático; en primer lugar no es funcional, sino que «es una expresión peculiar de la entrega que lo configura con Cristo»[114], por medio del cual se realiza la plena consagración de sí mismo en relación con la misión conferida por el sacramento del Orden[115].
Formas de reconocimiento eclesial
23. El presente documento tiene por objeto aclarar la posición teológica y eclesiológica de las nuevas agregaciones eclesiales a partir de la relación entre dones jerárquicos y carismáticos, para favorecer la individuación concreta de las modalidades más adecuadas para su reconocimiento eclesial. El actual Código de Derecho Canónico prevé diversas formas jurídicas de reconocimiento de las nuevas realidades eclesiales que hacen referencia a los dones carismáticos. Tales formas deben considerarse cuidadosamente[116], evitando situaciones que no tenga en adecuada consideración ya sea los principios fundamentales del derecho que la naturaleza y la peculiaridad de las distintas realidades carismáticas.
Desde el punto de vista de la relación entre los diversos dones jerárquicos y carismáticos es necesario respetar dos criterios fundamentales que deben ser considerados inseparablemente: a) el respeto por las características carismáticas de cada uno de los grupos eclesiales, evitando forzamientos jurídicos que mortifiquen la novedad de la cual la experiencia específica es portadora. De este modo se evitará que los diversos carismas puedan considerarse como recursos no diferenciados dentro de la Iglesia. b) El respeto del regimen eclesial fundamental, favoreciendo la promoción activa de los dones carismáticos en la vida de la Iglesia universal y particular, evitando que la realidad carismática se conciba paralelamente a la vida de la Iglesia y no en una referencia ordenada a los dones jerárquicos.
Conclusión
24. La efusión del Espíritu Santo sobre los primeros discípulos el día de Pentecostés los encontró concordes y asiduos a la oración, junto con María, la madre de Jesús (cf.Hch1, 14). Ella era perfecta en la acogida y en el hacer fructificar las gracias singulares de las cuales fue enriquecida en manera sobreabundante por la Santísima Trinidad; en primer lugar, la gracia de ser la Madre de Dios. Todos los hijos de la Iglesia pueden admirar su plena docilidad a la acción del Espíritu Santo; docilidad en la fe sin fisuras y en la límpida humildad. María da testimonio plenamente de la obediente y fiel aceptación de cualquier don del Espíritu. Además, como enseña el Concilio Vaticano II, la Virgen María «con su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo, que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz»[117]. Debido a que «ella se dejó conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad», que «hoy fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores»[118]. Por esta razón, María es conocida como la Madre de la Iglesia y recurrimos a Ella llenos de confianza en que, con su ayuda eficaz y con su poderosa intercesión, los carismas distribuidos abundantemente por el Espíritu Santo entre los fieles sean dócilmente acogidos por ellos y den frutos para la vida y misión de la Iglesia y para el bien del mundo.
El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia concedida el día 14 de marzo de 2016 al Cardenal Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aprobó esta Carta, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado su publicación.
Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 15 de mayo de 2016, Solemnidad de Pentecostés.

Gerhard Card. MüllerPrefecto
+Luis F. Ladaria, S.I.Arzobispo titular de Thibica
Secretario


[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, n. 4.
[2] Juan Crisóstomo, Homilía de Pentecostés, II, 1:PG50, 464.
[3] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, (24 de noviembre de 2013), n. 49:AAS105 (2013), 1040.
[4] Cf. Ibíd., n.20-24:AAS105 (2013), 1028-1029.
[5] Cf. Ibíd., n. 14:AAS105 (2013), 1025.
[6] Ibíd., n. 25:AAS105 (2013), 1030.
[7] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatemn. 19.
[8] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, 13:AAS 105 (2013), 1026; cf. Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa de inauguración de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y delCaribe en el Santuario “La Aparecida”(13 de mayo de 2007), AAS99 (2007), 43.
[10] Ibíd., 6.
[11] Ibíd., 8.
[12] «Ciertamente hay diversidad de charísmata» (1 Co12, 4); «todos tenemos charísmata diferentes» (Rm 12, 6); «cada uno recibe del Señor su chárisma particular: unos este, otros aquel» (1 Co7, 7).
[13] En griego las dos palabras chárisma y cháris pertenecen a la misma raíz.
[14] Cf. Orígenes, De principiis, I, 3, 7; PG11, 153: «lo designado don del Espíritu es transmitido por obra del Hijo y producido por obra del Padre».
[15] Basilio de Cesarea, Regulae fusius tractae, 7, 2: PG 31, 933-934.
[16] «El que habla un lenguaje incomprensible se edifica a sí mismo, pero el que profetiza edifica a la comunidad» (1 Co14, 4). El apóstol no desprecia el don de la glosolalia, carisma de oración útil para la relación con Dios, y lo reconoce como un auténtico carisma, aunque si no tiene una utilidad común: «Yo doy gracias a Dios porque tengo el don de lenguas más que todos vosotros. Sin embargo, cuando estoy en la asamblea prefiero decir cinco palabras inteligibles, para instruir a los demás, que diez mil en un lenguaje incomprensible» (1 Co14, 18-19).
[17] 1 Co12, 28: «En la Iglesia, hay algunos que han sido establecidos por Dios, en primer lugar, como apóstoles; en segundo lugar, como profetas; en tercer lugar, como doctores. Después vienen los que han recibido el don de hacer milagros, el don de curar, el don de socorrer a los necesitados, el don de gobernar y el don de lenguas».
[18] En reuniones de la comunidad, la superabundancia de las manifestaciones carismáticas puede crear inconvenientes, produciendo un ambiente de rivalidad, desorden y confusión. Los cristianos menos dotados son propensos a tener un complejo de inferioridad: cf.1 Co12, 15-16; mientras que los grandes carismáticos podrían estar tentados de asumir actitudes de soberbia y menosprecio. Cf.1 Co12, 21.
[19] Si en la asamblea no se encuentra a nadie capaz de dar una interpretación a las palabras misteriosas de uno que habla en lenguas, Pablo ordena a estos que se callen. Si hay un intérprete, el Apóstol permite que dos, o al máximo tres, hablen en lenguas (1 Co14, 27-28).
[20] Pablo no acepta la idea de una inspiración profética incontenible; en cambio dice que «los que tienen el don de profecía deben ser capaces de controlar su inspiración, porque Dios quiere la paz y no el desorden» (1 Co14, 32-33). Afirma que «si alguien se tiene por profeta o se cree inspirado por el Espíritu, reconozca en esto que les escribo un mandato del Señor, y si alguien no lo reconoce como tal, es porque Dios no lo ha reconocido a él» (1 Co14, 37-38). Sin embargo, concluye positivamente, llamando a aspirar a la profecía, y no para evitar el hablar en lenguas: cf. 1 Co14, 39.
[21] Cf. Pío XII, Carta enc. Mystici corporis (29 de junio de 1943):AAS35 (1943), 206-230.
[22] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 4, 7, 11, 12, 25, 30, 50; Const. dogm. Dei Verbumn. 8; Decr.Apostolicam actuositatem,n. 3, 4, 30; Decr. Presbyterorum ordinis, n. 4, 9.
[23] Id., Const. dogm. Lumen gentium, n. 4.
[24] Ibíd., n. 12.
[25] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatemn. 3: «Para ejercer este apostolado, el Espíritu Santo, que produce la santificación del Pueblo de Dios por el ministerio y por los Sacramentos, concede también dones peculiares a los fieles (Cf.1 Co12,7) “distribuyéndolos a cada uno según quiere” (1 Co12,11), para que “cada uno, según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los otros”, sean también ellos “administradores de la multiforme gracia de Dios” (1Pe 4,10), para edificación de todo el cuerpo en la caridad (Cf. Ef 4,16)».
[26] Ibíd.
[27] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 12: «El juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf.1Ts 5,12.19-21)». Aunque si se refiere de inmediato al discernimiento de dones extraordinarios, por analogía, como se indica en el mismo se aplica a todo carisma en general.
[28] Cf. v. gr. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), n. 58: AAS 68 (1976), 46-49; Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares – Congregación para los obisposNotas directivas Mutuae relationes (14 de mayo de 1978):AAS 70 (1978), 473-506; Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici (30 de diciembre de 1988): AAS 81 (1989), 393-521; Exhort. apost. Vita consecrata (25 de marzo de 1996):AAS 88 (1996), 377-486.
[29] Emblemática es la afirmación del documento interdicasterial Mutuae relationes (4 de mayo de 1978), en el que se recuerda que «sería un grave error independizar — mucho más grave aún el oponerlas — la vida religiosa y las estructuras eclesiales, como si se tratase de realidades distintas, una carismática, otra institucional, que pudieran subsistir separadas; siendo así que ambos elementos, es decir los dones espirituales y las estructuras eclesiales, forman una sola, aunque compleja realidad» (n. 34).
[30] Juan Pablo II, Mensaje a los participantes en el congreso mundial de los movimientos eclesiales (27 de mayo de 1998), n. 5; cf. también A los movimientos eclesiales con motivo del II Coloquio internacional (2 de marzo de 1987).
[32] «Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento»: Francisco, Homilía en la Vigilia de Pentecostés con los movimientos eclesiales (19 de mayo de 2013).
[33] Id., Audiencia General(1 de octubre de 2014).
[34] Cf. Jn 7, 39; 14, 26; 15, 26; 20, 22.
[35] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus (6 de agosto de 2000), n. 9-12:AAS92 (2000), 752-754.
[36] Ireneo de Lyon, Adversus haereses, IV, 7, 4: PG7, 992-993; V, 1, 3: PG7, 1123; V, 6, 1:PG7, 1137; V, 28, 4:PG7, 1200.
[37] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, n. 12:AAS92 (2000), 752-754.
[38] Juan Pablo II, Carta enc. Dominum et vivificantem (18 de mayo de 1986), n. 50:AAS78 (1986), 869-870; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 727-730.
[39] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, (22 de febrero de 2007), n. 12: AAS99 (2007), 114.
[41] Juan Pablo II, Discurso durante el encuentro con los movimientos eclesiales(30 de mayo de 1998), n. 7.
[42] Efrén el Sirio, Inni sulla fede, X, 12.
[43] Cipriano de Cartago, De oratione dominica, 23:PL4, 553; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 4
[44] Concilio Vaticano II, Decr. Unitatis redintegratio, 2.
[45] Congregación para la doctrina de la fe, Decl. Dominus Iesus, n. 16:AAS92 (2000), 757: “la plenitud del misterio salvífico de Cristo pertenece también a la Iglesia, inseparablemente unida a su Señor”.
[46] Pablo VI, Alocución del miércoles (8 de junio de 1966).
[47] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, n. 1.
[48] II Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos, Ecclesia sub Verbo mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Relatio finalis (7 de diciembre de 1985), II, C, 1; cf. Congregación para la doctrina de la fe, Carta Communionis notio (28 de mayo de 1992), n. 4-5:AAS85 (1993), 839-841.
[49] Cf. Benedicto XVI, Exhort. apost. Verbum Domini (30 de septiembre de 2010), n. 54:AAS102 (2010), 733-734; Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 174:AAS105 (2013), 1092-1093.
[50] Cf. Basilio de cesarea, De Spiritu Sancto, 26: PG 32, 181.
[51] J. H. Newman, Sermones sobre temas del día, Londres, 1869, 132.
[52] Cf. cuanto se ha afirmado paradigmáticamente para la vida consagrada en Juan Pablo II, Audiencia genera(28 de septiembre 1994), n. 5.
[53] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 7.
[54] Ibíd., 21.
[55] Ibíd.
[56] Ibíd.
[57] Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto,16, 38: PG 32, 137.
[58] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 28.
[59] Id., Decr. Presbyterorum ordinis, n. 2.
[60] Id.,Const. dogm. Lumen gentium, n. 29.
[61] Ibíd.,n. 12.
[62] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 4, 11.
[63] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, n. 24:AAS81 (1989), 434.
[64] Cf. Ibid., n. 29:AAS 81 (1989), 443-446.
[65] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, 12.
[66] Juan Pablo II, Audiencia general (9 de marzo de 1994), n. 6.
[67] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 799s; Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares – Congregación para los Obispos, Notas directivas Mutuae relationes, 51:AAS 70 (1978), 499-500; Juan Pablo II, Exhort. apost. Vita consecrata, n. 48:AAS 88 (1996), 421-422; Id., Audiencia general (24 de junio de 1992), n. 6.
[68] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 39-42; Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici, n.30: AAS 81 (1989), 446.
[69] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 130: AAS 105 (2013), 1074.
[70] Juan PabloII, Exhort. apost. Christifideles laicin. 30:AAS 81 (1989), 447; cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, n. 58:AAS 68 (1976), 49.
[71] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laicin. 30:AAS 81 (1989), 446-447.
[73] Juan PabloII, Exhort. apost. Christifideles laicin.30: AAS 81 (1989), 447; cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, n. 58:AAS 68 (1976), 48.
[74] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laicin.30:AAS 81 (1989), 447.
[75] Ibíd., AAS 81 (1989), 448.
[76] Cf. Ibíd., AAS 81 (1989), 447.
[77] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 130:AAS 105 (2013), 1074-1075.
[78] Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares – Congregación para los Obispos, Notas directivasMutuae relationes, n. 12:AAS70 (1978), 480-481; cf. Juan Pablo II, Discurso en ocasión del encuentro con los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades (30 de mayo de 1998), n. 6.
[79] Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandin. 58: AAS 68 (1976), 48.
[80] Ibíd.; cf. Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 174-175: AAS 105 (2013), 1092-1093.
[81] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laicin. 30:AAS81 (1989), 448.
[82] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 177:AAS105 (2013), 1094.
[83] Juan Pablo II, Exhort. apost. Christifideles laici,n. 30:AAS81 (1989), 448.
[84]Ibíd.
[85] Cf. Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 184, 221:AAS105 (2013), 1097, 1110-1111.
[86] Ibíd., n. 186:AAS105 (2013), 1098.
[87] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, n. 7: AAS 85 (1993), 842.
[88] Ibíd., n. 9: AAS 85 (1993), 843.
[89] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 23.
[90] Id., Decr. Christus Dominus, n. 11.
[91] Cf. Ibíd., Decr. Christus Dominus, n. 2; Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, 13-14. 16: AAS 85 (1993), 846-848.
[92] Ibíd., Decr. Christus Dominus, n. 11.
[93] Cf. Ibíd., Decr. Christus Dominus, n. 35; Código de Derecho Canónico, can. 591; Código de Cánones de las Iglesias Orientales, can. 412, § 2; Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares – Congregación para los Obispos, Notas directivas Mutuae relationes, n. 22:AAS 70 (1978), 487.
[94] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, n. 15: AAS 85 (1993), 847.
[95] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbumn. 8; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 888-892.
[96] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum,n. 8.
[97] Id., Const. dogm. Lumen gentium, n. 10.
[98] Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores gregis, (16 de octubre de 2003), n. 10: AAS 96 (2004), 838.
[99] Cf. Id., Exhort. apost. Christifideles laici, n. 29:AAS 81 (1989), 443-446.
[100] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 10.
[101] Id., Const. past. Gaudium et spes, n. 52; cf. Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), n. 72: AAS 74 (1982), 169-170.
[102] Cf. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), n. 68: AAS 84 (1992), 777.
[103] Cf. Ibíd., Exhort. apost.Pastores dabo vobis, n. 31, 68:AAS 84 (1992), 708-709, 775-777.
[104] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 265; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 357, § 1.
[105] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 273; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 370.
[106] Cf. Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares – Congregación para los ObisposNotas directivas Mutuae relationes, n. 19, 34: AAS 70 (1978), 485-486, 493.
[107] Juan Pablo II, Exhort. apost. Vita consecrata, n. 31: AAS 88 (1996), 404-405.
[108]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.Lumen gentium, 43.
[109] Ibíd., n. 44; cf. Decr. Perfectae caritatis, 5; Juan Pablo II, Exhort. apost. Vita consecrata, n. 14, 30: AAS 88 (1996), 387-388, 403-404.
[110] Cf. Código de Derecho Canónico, can. 273, § 3; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 578, § 3.
[111] Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, Instr. Caminar desde Cristo, (19 de mayo de 2002), n. 30.
[112] Cf. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, n. 27-30: AAS 84 (1992), 700-707.
[113] Cf. Pablo VI, Enc. Sacerdotalis caelibatus (24 de junio de 1967): AAS 59 (1967), 657-697.
[114] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, n. 24: AAS 99 (2007), 124.
[115] Cf. Juan Pablo II, Exhort. apost. Pastores dabo vobis, n. 29: AAS 84 (1992), 703-705; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 16.
[116] La forma jurídica más simple para el reconocimiento de las realidades eclesiales de naturaleza carismática es la de la Asociación de fieles (cf. Código de Derecho Canónico, can. 321 – 326; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 573, § 2-583). Sin embargo, es bueno considerar atentamente también las otras formas jurídicas con sus propias características específicas, como por ejemplo las Asociaciones públicas de fieles (cf. Código de Derecho Canónico, can. 312 – 320; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 573, § 2-583), las Asociaciones de fieles “clericales” (cf. Código de Derecho Canónico, can. 302), los Institutos de vida consagrada (cf. Código de Derecho Canónico, can. 573-730; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 410-571), las Sociedades de Vida apostólica (cf. Código de Derecho Canónico, can. 531-746; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 572) y las Prelaturas personales (cf. Código de Derecho Canónico, can. 294 – 297).
[117] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 62.
[118] Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n. 287: AAS 105 (2013), 1136.